El aíre fresco de la madrugada me
despeja la cabeza. Son las seis y media de la mañana y aguardo junto con otras
cinco personas a que pasen a recogernos. Nos han contratado para vendimiar en
el campo. No conozco a nadie y me mantengo apartado del grupo. Fumo apoyado en
una farola pensando en mis cosas y mirando la calle vacía. Al poco llega un
tractor. Se detiene frente a nosotros y subimos al remolque. Está lleno de
gente. Me hago hueco y me acomodo junto a una de las paredes laterales. Todos
vamos sentados con las piernas dobladas. Los que tenemos tabaco fumamos, el
resto tiene que conformarse con aspirar el aíre gélido. Observo las caras de
los presentes. Evidentemente cada rostro es único, sin embargo, detecto un
rasgo común en cada uno de ellos. Una especie de pátina de mediocridad, de
decepción, de derrota. Es la huella indeleble del que ha perdido parte del alma
por el camino. Somos conscientes de nuestro destino. Sabemos que somos carne de
cañón y día a día tratamos de ir asimilándolo. El sol todavía no ha salido.
Dejamos atrás la ciudad y circulamos por la carretera nacional que va al norte.
Después de unos kilómetros nos desviamos por un camino sin asfaltar. Los baches
nos hacen botar. Algunos optan por ponerse en pie y agarrados a las paredes del
remolque hacen equilibrios para no caerse. Yo sigo sentado, balanceándome de un
lado a otro con el cigarro en la boca. Pronto vemos los primeros campos de
viñas. Por el este el sol empieza a asomar. Toda la estampa queda filtrada de
ámbar y sepia. Hace frío pero en compensación el paisaje nos recibe con un
sentimiento de perpetuidad. Aquí todo está donde debe estar. La armonía se
aprecia en cada molécula. La tierra desprende una neblina floja que se queda
flotando a ras del suelo. El ruido del motor del tractor es un sacrilegio que
viola el sosiego y la quietud de los campos. Seguimos por una pista empinada,
saltando de bache en bache. Entre unos olivos veo una liebre que corre. La sigo
con la mirada hasta que desaparece en la vegetación. En el cielo un halcón
vuela dando giros y en la ladera del fondo hay un rebaño de ovejas que bajan
pastando. El pastor se lleva la mano a la frente a modo de visera y se queda
observando mientras pasamos. Al rato llegamos a la finca donde estamos
destinados. La vista se pierde entre los renques de viñas. Lo llenan todo. Son
tantos que da la impresión que no terminan nunca. Nos apeamos junto a un gran
cobertizo. Allí hay más personas esperando. El patrón nos da unos baldes de
plástico y unas tijeras de podar. Nos guía hasta las viñas y nos asigna un
renque a cada uno. El mío es de cepas altas. Tengo suerte, así no tendré que
agacharme demasiado. De seguido nos ponemos a cortar uva y a echar los racimos
en los baldes. Las hojas están llenas de rocío y al rato tengo toda la ropa calada.
El sol todavía no calienta y hace frío. Veo que me estoy quedando atrás, así
que aumento el ritmo y procuro mantenerme a la par con los otros. A la media
hora el dolor de espalda es inaguantable. No estoy acostumbrado a doblar el
espinazo y las lumbares me están matando. No quiero quedarme rezagado. Me
olvido de mis males y sigo echando racimos al caldero. A medida que éste se va
llenando hay que ir arrastrándolo hasta la siguiente cepa y una vez que se
llena hay que cargar con él para vaciarlo en el remolque, que está a unos
renques de distancia. Con el peso los pies se hunden en el barro y es difícil
caminar. Además, el terreno es desigual y se corre el riesgo de sufrir un
esguince. El remolque se ha forrado con un toldo para evitar que el mosto se escurra.
Atraídas por el olor dulce de las uvas han acudido cientos de avispas que
revolotean por encima de la carga. Según pasan las horas el calor va
aumentando. Me quito la sudadera y me la ato a la cintura. Me enciendo un
cigarro y me tomo unos segundos para estirar los músculos de la espalda. Una
piedra me cae al lado. El patrón está sentado sobre el techo del tractor,
vigilándonos. Tiene un montón de piedras planas a su lado, parecidas en tamaño
y forma a la que me ha tirado. Con un gesto me indica que siga trabajando. Me
abrazo a las cepas y corto los racimos de uva. Tengo las manos pegajosas y
sucias. Las suelas de mis botas están embarradas y pesan una tonelada. Me echo el balde al hombro y me dirijo al
remolque. Al pasar entre dos cepas me tropiezo con dos ramas que están
enganchadas y caigo al suelo volcando el contenido del cesto. Los que están
cerca se ríen de mi torpeza. Miro hacia el patrón. Tiene cara de fastidio y me
observa con condescendencia.
-
Recógelas, inútil.
El primer día y ya soy el inútil
de la cuadrilla. Me felicito por ello. Recojo todos los racimos y vacío el
cesto en el remolque. Al hacerlo me pica una avispa en el brazo. Todo lo malo
llega de golpe. La aplasto de un manotazo y vuelvo a mi renque. Mojo un poco de
tierra con saliva y extiendo el ungüento en la picadura. No sirve de nada. A
los pocos minutos tengo el brazo hinchado y me duele cuando algo me toca la
piel. Sigo cortando racimos y continúo arrastrando el balde de una viña a otra.
El dolor en los riñones es insufrible. Ahora tengo la camiseta calada, pero en
vez del rocío, lo que empapa la tela es el sudor. El sol pega de lleno. Quema
mi epidermis e irrita la hinchazón del brazo. La jornada acabará cuando
anochezca, eso ha dicho el encargado. Faltan un montón de horas para que ocurra
eso. Llego a una zona donde las cepas son bajas y hay que doblarse hasta casi
tocar el suelo. Estoy tan cansado y dolorido que me veo obligado a ponerme de
rodillas para poder llegar a las uvas. No sé cómo lo soportan los demás, yo no
puedo con los huesos. La mayoría charlan entre ellos, se ríen y avanzan sin que
se les note el cansancio. Me estoy quedando atrás. Los de los renques de al
lado van cinco o seis viñas por delante. Levanto la cabeza entre la hojarasca y
veo que soy de los más rezagados. Una piedra me cae al lado. Es el encargado,
que desde su puesto me exige que siga con lo mío. Trato de avanzar lo más
rápido que puedo, sin embargo, cuanto más deprisa me muevo más avanzan los
demás. El sudor corre por el pelo, baja por mi frente y se me mete en los ojos.
No puedo limpiarme porque tengo las manos pringosas y sucias. Me duele la
cabeza por el calor. Siento que el cerebro hierve en sus propios jugos. Tengo
la espalda entumecida y el brazo tan hinchado que parece que va a reventar. La
piel está tan tirante que el más leve roce hace que vea las estrellas. Aun así
tengo que meter el brazo entre las ramas. Hay malas hierbas, cardos, zarzas,
espinos. Da igual. Hay que cortar los racimos y seguir llenando el cesto. Lo
demás no importa. El terreno empieza a declinar hacia una ladera. Sitúan el
tractor en la cima, a unos cincuenta metros de donde yo estoy. Ahora para
llevar el cesto hasta el remolque tengo que subir la pendiente. Cuando estoy a
punto de rendirme el patrón anuncia que paramos una hora a comer. Alguien ha
traído unos pucheros en un todoterreno. Reparten platos y cubiertos y vamos
pasando en fila delante de las ollas para que una mujer nos sirva una generosa
ración de alubias cocidas con chorizo y carne de cerdo. Recojo mi plato y me
aparto de la cuadrilla para comer. Lo hago deprisa para poder tumbarme en el
suelo y recuperarme del esfuerzo. Me duele todo el cuerpo. El brazo sobre todo.
Después de llenarme el estómago fumo mirando al cielo. Siento el sosiego de la
naturaleza. El calor del sol se filtra a través de las hojas de las parras y me
adormece. Las moscas zumban delante de mi cara. Me digo que debo que poner
atención en cada detalle, impregnarme del paisaje, analizar cada situación.
Solo de esta manera lograré plasmar en el papel lo acaecido. Tengo mi libreta
en el bolsillo, pero estoy tan agotado que prefiero seguir tirado en el suelo,
adaptando mi espalda a los relieves de la tierra dura. Me acomodo y cierro los
parpados…
-
TODO EL MUNDO A TRABAJAR.
Me pongo en pie y me reúno con
los demás. Hago de tripas corazón y arrastro los pies hasta donde he dejado el
cesto. Noto el cocido en la barriga y el sol en el cogote. Agacharse cuesta más
que por mañana. Lleno el cesto y voy a vaciarlo al remolque. El patrón ha
subido una tumbona al techo del tractor y está sentado en ella cubriéndose la
cabeza con un paraguas. Echo las uvas dentro y me paro para beber agua. Las
botellas se guardan en la cabina del vehículo para mantenerlas alejadas del sol.
-
Tienes que esforzarte. Eres de los más lentos, joder.
Asiento con la cabeza, me
enciendo un cigarro y camino de vuelta hasta mi renque. Ese cabrón ha herido mi
orgullo y quiero demostrarle que está equivocado. Decido echarle cojones.
Empiezo a cortar racimos a toda velocidad. No hago caso del cansancio ni del
dolor de la hinchazón. Lleno el cesto y corro a vaciarlo. No me tomo ni un respiro. Corto racimos y arrastro el cubo. Cuando lo
lleno vuelo hasta el remolque. Así una y otra vez. Poco a poco voy adelantando posiciones.
A media tarde voy en cabeza. No bajo el ritmo. Echo el resto y sigo llenando
cestos. Al acercarme al tractor veo de reojo que el patrón ha cambiado su
aptitud hacia mí. Ya no me mira con arrogancia y desprecio. Ahora sonríe y
asiente con la cabeza. Finalmente el sol se oculta detrás del valle y paramos.
Todos nos sentimos felices de haber terminado la jornada. Dejamos los baldes y
las tijeras en el cobertizo y nos lavamos con una manguera. Entonces me rodean
un grupo de unas diez personas. Me echan en cara que haya impuesto un ritmo tan
rápido y me dejan bien claro que no van a permitirme que les haga correr tanto.
Solapadamente me amenazan con hacerme la vida imposible si no corrijo mi
aptitud. Mientras tanto han vaciado el remolque y nos piden que subamos
a él. Antes recibimos un sobre con el sueldo del día. El camino de vuelta está
lleno de baches y desniveles, pero también de cielos engalanados y aromas de
romero. Nos dejan en la ciudad y cada uno sigue su camino. Al pasar por delante
de un escaparate me veo reflejado. Llevo el pelo alborotado, con mechones
pegoteados de mosto y tierra. Tengo la ropa manchada y las uñas negras, además
de las botas embarradas. Parezco un vagabundo andrajoso. Debería ir
directamente a casa a lavarme y cambiarme de ropa. Pero antes tengo pasarme por
casa del Tronco. Si mañana quiero aguantar todo el turno voy a necesitar
estimulantes. Llamo al timbre y me identifico. Dentro del portal oigo bajar al
perro. Me apoyo en la pared y me armo de valor. La bestia llega ladrando y
gruñendo. Se pone en pie apoyando sus patas delanteras en mis hombros. Sus
dientes de dinosaurio se mueven a pocos centímetros de mi cuello. Menos mal que
unos pasos por detrás llega su dueño y le ordena que se tumbe a sus pies. Negociamos
y me hago con un par de gramos de speed.
® pepe pereza
No hay comentarios:
Publicar un comentario