Ana
Patricia Moya (Córdoba, 1982). Estudió
Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de
Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, documentalista, bibliotecaria,
correctora, etc. Actualmente, es culpable \ editora de Editorial Groenlandia
(proyecto cultural sin ánimo de lucro especializado en publicaciones
digitales). Ha publicado “Bocaditos de realidad”, “Material de desecho”,
“Píldoras de papel” (poemarios) y “Cuentos de la carne” (relatos). Sus textos
aparecen en distintas publicaciones digitales e impresas, de Europa e
Hispanoamérica, así como en antologías literarias (“Heterogéneos”, Editorial
Escalera, 2011; “Poetrastros: por favor, tratad con cariño”, LVR Ediciones,
2011); “La vida por delante: antología de jóvenes poetas andaluces”, Ediciones
en Huida, 2012; “En legítima defensa: poetas en tiempos de crisis”, Bartebly,
2014, etc). Por sus despropósitos lírico-narrativos ha obtenido alguna que otra
mención. Ha sido traducida parcialmente a seis idiomas.
NECESIDAD
El pequeño Ramón apuró, con trocitos de pan, la poca
salsa que quedaba en el plato, llevándoselos a la boca con ansía, chupeteándose
los dedos, complacido: el estofado estaba delicioso. Doña Rosa se entristeció
cuando el niño exclamó que seguía teniendo hambre: ésta le enseñó la olla
vacía, y el chiquillo se resignó, acostumbrado a la escasez, y prefirió pasar
al postre con un yogurt de frutas caducado. La señora felicitó al que preparó
el suculento almuerzo, su esposo, don Gustavo, que desde el sillón de la salita,
con su cerveza en la mano, observaba a su familia, en silencio. Por suerte,
otro día más habían podido probar bocado, otro día más que evitarían la visita
al comedor social, último recurso tal y como reclamaba doña Rosa si las
circunstancias se torcían pero que no aprobaba el orgullo del padre. Éste no
había querido acompañar a su esposa y a Ramón por falta de apetito. La mujer,
mientras recogía la cocina, le regañó porque no quería que acudiera borracho al
trabajillo, que si continuaba bebiendo, se pondría malo. Él la ignoró, con los
ojos fijos en la pantalla del televisor; molesta, la mujer le arrebató la lata,
ya calentorra, increpándole, de nuevo, por abusar del alcohol. Él refunfuñó por
lo bajo, sin mirarla a la cara, frunció el ceño, cruzó los brazos y siguió
embobado con las noticias deportivas. Doña Rosa acostó al chiquillo en su
camita; éste se emperró para que le contara su cuento favorito, y la madre no
se pudo negar: sacó un libro y empezó a leer, esperando a que se le cerraran
los ojitos. Cuando se quedó profundamente dormido, lo cubrió con el edredón, y
arrepentida por su actitud con el buenazo de Gustavo - el hombre con el que
había compartido más de quince años de su vida, el que cumplía con su papel de
padre de familia a la perfección -, le buscó para disculparse. Y allí seguía,
en la salita, con un vaso de whisky barato en la mano. Doña Rosa fue cariñosa:
le besó en la frente, le acarició el rostro; su marido padecía una depresión
severa que, con suerte, podían tratar gracias a la caridad de los seres
queridos, al tanto de su estado de salud y de la precaria situación que
atravesaban; él se dejaba llevar por los mimos, hasta que rompió a llorar.
Agradeció a doña Rosa su paciencia infinita; escupió, decaído, que estaba hasta
los cojones del desempleo, de la medicación de genéricos y sus nulos efectos, de
sentirse un fracasado por no conseguir lo suficiente para que su hijo pudiera
repetir las veces que le apeteciera. Ella lo abrazó, comprensiva, aunque le
disgustaba el carácter derrotista de Gustavo: le tranquilizó confesándole que
se sentía muy orgullosa de él, que era un hombre honrado y trabajador, un
ejemplo a seguir para el niño, que no era ningún inútil porque le ayudaba mucho
con las tareas domésticas, e incluso bromeó con que gracias al paro se
descubrió a un genial cocinero en la casa. Don Gustavo, muy serio, enmudeció,
pero doña Rosa, más optimista, seguía apoyándolo. Era cierto que el misérrimo
subsidio del paro se agotó hacia meses, pero que confiaba ciegamente en él pues
porque era un buscavidas que hacía de todo, un auténtico manitas que con
chapuzas eventuales conseguían reunir lo necesario para sobrevivir, y que,
realmente, eran unos afortunados porque siempre había algo para llenar el
estómago. El pobre hombre, agobiado, se escapó de los brazos de su mujer; de un
trago, acabó con el whisky; sacó del frigorífico una botella de vino, se sentó
en un destartalado taburete y allí se quedó, bebiendo a morro, con la mirada
perdida. Doña Rosa desistió de seguir animándolo: no valía la pena hablar con
una pared. Muy cortante, le comunicó a su marido que antes de visitar a los
abuelos se echaría una larga siesta. La mujer se encerró en el cuarto de
matrimonio, y don Gustavo se quedó a
solas con sus pensamientos en la cocina.
Transcurrieron las horas: doña Rosa se había marchado al
asilo y el muchacho se fue a jugar a casa de uno de sus amiguitos del colegio.
Nada más concluir la limpieza del comedor y los cuartos de baño, don Gustavo cogió
la bufanda y el abrigo del perchero y se preparó para ir al trabajillo.
Recorrió la ciudad hasta llegar a las afueras; penetró por una de las
callejuelas estrechas y se aproximó a un muro pintorreado por horribles
grafitis; detrás de unos cubos de basura, una cartera de cuero negro; en su
interior, piedras, bolsas de basura, trapos, una petaca, distintos tipos de
cuchillos de carnicero; se metió, en uno de los bolsillos, un pedrusco grande,
y en el otro, la petaca; en el cinturón, un puñal afilado. Cargó a la espalda
la cartera y vagabundeó por aquellos barrios, con todos sus sentidos alerta. Al
rato, atisbó, entre las sombras, movimiento: un gato. Se escondió detrás de
unos contenedores, acechando al animal que, distraído, merodeaba unos restos de
comida desperdigados por el suelo. Sigiloso, apretó los dientes, empuñó el
mango del arma blanca, y en un movimiento ágil, el hombre atrapó al animal que,
asustado, empezó a dar arañazos y mordiscos al aire en un intento desesperado
por zafarse. Un alarido que hizo eco en el callejón marcó el final de la lucha:
un corte preciso, rápido y limpio en el cuello del felino. Naturalmente, don
Gustavo iba perfeccionando en su trabajo secreto como cazador, y cada vez era
más fácil capturar a sus presas. El hombre abrazó, apenado, al pobre gato, y le
pidió perdón, pidió perdón para sus adentros, pidió perdón por ser un cabrón,
un ser humano abominable que acuchillaba animales abandonados para alimentar a
su familia. Colocó el cadáver sobre un trapo, y se concienció de que disponía
del tiempo justo para despedazar y guisar al bicho. Apurado y tenso, agarró uno
de los cuchillos especiales para cortar huesos que estaba en la cartera de
cuero, pero aquella noche él no se encontraba en condiciones: sintió arcadas y
tuvo que incorporarse para vomitar en un rincón. Y allí, de pie, sacó la petaca
del abrigo: necesitaba un trago para distraer a la repugnancia que le suponía cortar en pedazos a
una bestia. Era carne, necesaria carne, con nutrientes y proteínas para evitar
que la anemia se cebara con su hijo, para que no enfermara su mujer. Alzó la
vista al cielo: empezaban a caer las primeras nieves del invierno. Tembló de
frío. De puro miedo. Y no pudo remediarlo: estalló. Y gritó. Gritó a pleno
pulmón, con las manos llenas de lágrimas y sangre; se cagó en el puto país, en
la puta crisis, en los putos políticos, en el puto paro, en los putos
empresarios que le rechazaban, o bien por su edad, o por su ridículo
currículum. Todo por la puta subsistencia. Todo por Rosa y Ramón, su amada
esposa e hijo, que llevaban meses ignorando que consumían carne de animales callejeros
y que él mismo cocinaba con asco y amor.
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