Alguien llama a la puerta. Me quedo
paralizado. No me atrevo ni a respirar. Entre los breves intervalos que el
timbre deja de sonar oigo los latidos acelerados y punzantes de mi corazón. Paranoia,
pálpito en las venas, vacío, vértigo. Me pregunto quién llama con tanta
insistencia. Seguramente sea un representante o algún testigo de Jehová. Sea
quien sea no voy a abrir. RRRRRRRRRIIIIIIIIINNGGGGG, RRRRRRRRRRRRIIIIIIINNNGGGG, RRRRRRRRRIIIIIIIINNNNGGGG.
La resonancia del timbre entra por mis tímpanos igual que una descarga
eléctrica. Un rayo destructor que quema y abrasa todo cuanto hay entre el
espacio que separa mis orejas. ¿Por qué insisten? ¿Qué quieren de mí? No voy a
abrir. Sé que si permanezco quieto y callado tarde o temprano terminarán yéndose.
Es cuestión de esperar, de tener paciencia, de no hacer ruido. Que no se sepan
que estoy aquí, que crean que he salido fuera. Oigo pasos que se alejan
escaleras abajo. Parece se van. Me acerco hasta la puerta caminando de
puntillas, cerciorándome de esquivar las baldosas que están sueltas. Acerco el
ojo a la mirilla. Nadie a la vista. Antes de volver al salón me aseguro de que
la persona que llamaba se ha marchado definitivamente.
Echo parte de la papela encima de la
mesa y preparo dos rayas. Una larga y ancha, la otra más pequeña y estrecha.
Ésta última para fumármela en un pitillo. Esnifo la grande y disfruto de ese
breve momento en que los alcaloides de la cocaína llegan al cerebro. Un
instante mágico donde todo cobra sentido y las endorfinas circulan por las
venas a su libre albedrío. Aun me tiemblan las manos. Todavía tengo el miedo metido
en el cuerpo. Últimamente siento miedo por todo. Miedo a despertar por la
mañana, al agua que gotea del grifo, a la mosca que vuela por encima de la cabeza, al retroceso de mis encías, a abrir los ojos, a cerrarlos. Miedo a
estar vivo, a respirar. Cualquier sonido me asusta. El otro día me llevé un
susto de muerte. De pronto escuché un ruido muy cerca de mí. Me dio la
impresión que alguien estaba masticando al lado de mi oído. Tardé unos segundos
en darme cuenta que el ruido que escuchaba lo hacía yo mismo al rechinar los
dientes. Ahora me rio al recordarlo pero en su momento me sentí un
verdadero idiota. También temo a los sonidos que llegan de la calle. Un frenazo,
el pitido de un claxon, la sirena de una ambulancia… Cualquiera de ellos me
pone los pelos de punta. Me aterra sobretodo la presencia de la gente. Eso sí
que no lo soporto. He tapado las ventanas con papel de aluminio para evitar las
miradas indiscretas de los que viven enfrente. He perforado las láminas para
que pueda pasar algo de luz. Cuando el sol pega de lleno unos filamentos luminiscentes
pasan a través del aluminio y atraviesan la estancia en diagonal. Hebras
descendiendo en paralelo y formando una telaraña de luz. Docenas de ellas retozando
con tirabuzones de humo y motas de polvo que flotan en el ambiente. Enciendo el
cigarro impregnado de droga y me lleno los pulmones con su esencia. Me gustaría
poner algo de jazz, pero temo que la persona que ha estado llamando regrese y
escuche la música. Seguiré fumando en silencio. Me parece oír algo que viene
del rellano de la escalera. Juraría que son pasos. Salgo del salón de
puntillas, procurando no hacer ruido. Me sé el recorrido de memoria y podría
hacerlo con los ojos cerrados sin pisar una sola de las baldosas que están
sueltas. Llego a la puerta y pego el ojo a la mirilla. Trato de abarcar todos
los ángulos posibles cambiando de posición. No veo a nadie, aun así no me quedo
tranquilo. De vuelta en el salón preparo otro tirito. Nunca es suficiente. Por
un momento evalúo el tamaño de la raya e incomprensiblemente se produce un
desdoblamiento en mi personalidad.
- Echa más- me
digo.
- Así es
suficiente- me contesto.
- Venga, mamón, no
seas rácano contigo mismo.
Este último argumento termina por
convencer a la parte más conservadora de mi cerebro. Justo entonces: PIRIBIRIBI,
PIRIBIRIBIRI, PIRIBIRIBIRI… La llamada de teléfono me pilla por sorpresa. El
susto ha puesto en funcionamiento las glándulas suprarrenales de mis riñones,
en consecuencia la adrenalina segregada da rienda suelta a la mala leche.
Descuelgo el auricular y grito:
- DEJADME EN PAZ
DE UNA PUTA VEZ.
Después de colgar me siento mejor, como
si me hubiera quitado un gran peso de encima. Es más, me siento tan bien que
pongo música y subo el volumen a tope. El tiro de coca aguarda pacientemente
sobre la mesa. No me hago esperar. Esnifo. De inmediato el cuerpo se llena de
energía y el alma de esperanza. El día acaba. La luz de la tarde se cuela a
través de los agujeros practicados en el papel de aluminio. Llevo más de una
semana encerrado en casa. No es que me esconda de nadie, tan solo me he tomado
unas vacaciones del mundo. Por eso estoy aquí, esnifando y fumando cocaína. Esnifo
y fumo. De esta forma paso las horas. Días enteros con sus noches enteras. Caminando
por esa desdibujada línea que separa la cordura del abismo. Renegando del planeta
y de todo cuanto hay en él.
pepe pereza
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