miércoles, 29 de octubre de 2014

LOS RELÁMPAGOS

Una pareja de la guardia civil escoltaba a Félix a las afueras del pueblo. El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo a los nubarrones que se aproximaban, mientras que López, el otro guardia, empujaba la silla de ruedas donde iba sentado Félix. Éste último no paraba de insultarles con su voz gangosa:
-        Cabron…es, hijos de pu…ta. Que no t…enéis cora…zón.
Félix era paralítico de cintura para abajo. Tres rayos lo habían dejado así. El primero le alcanzó con catorce años. Por entonces era pastor. Un día que las ovejas pastaban en el monte se levantó una gran tormenta. Estaba reuniendo al rebaño cuando le impactó el primer rayo. Sobrevivió, pero desde aquel día le costaba articular las palabras y a todas les daba un tono gangoso y entrecortado. El segundo le pilló a la salida de la iglesia. Fue un domingo por la mañana. Félix ya era un mozo y había sido llamado a filas junto con otros cuatro jóvenes de la comarca. En unos pocos días debían partir hacia tierras extrañas para cumplir con el servicio militar. Ese domingo se ofreció una misa a los quintos. Félix estrenó traje para la ocasión. Se sentía entusiasmado porque, al fin, iba a poder salir del pueblo y visitar el mundo. Cuando terminó la misa los mozos se reagruparon en la plaza. Fue entonces cuando el cielo lanzó la fatal descarga. Félix sobrevivió una vez más. Aunque sufrió graves quemaduras que lo tuvieron hospitalizado durante meses. Por desgracia sus cuatro compañeros quedaron totalmente calcinados. Desde entonces los vecinos del pueblo empezaron a desconfiar de Félix. Algunos le culpaban de la muerte de sus compañeros. Decían que estaba maldito y que era el mismísimo Satanás. Otros justificaban la tragedia alegando que solo había sido una racha de mala suerte. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la silla de ruedas. Ocurrió dos años después de los funerales de los quintos. Por aquel entonces, Félix tenía problemas para encontrar trabajo. Casi nadie en el pueblo lo quería cerca. La mayoría le tenían miedo. Nicolás fue de los pocos que no hizo caso de las habladurías y le contrataba de vez en cuando para que lo ayudase con algunas tareas. El bueno de Nicolás siempre fue una persona generosa y de buen corazón. Aquel nefasto día Félix estaba en el prado ayudando a Nicolás a ordeñar las vacas. Esta vez el rayo impactó de lleno contra ellos. La electricidad recorrió la columna vertebral de Félix, destrozándosela, y dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue la terrible muerte de Nicolás. Los vecinos que hasta entonces defendían a Félix se unieron al grupo de los que creían que estaba maldito y convocaron un pleno en el ayuntamiento para tomar medidas de cara a futuros incidentes. Después de mucho discutir llegaron a un acuerdo. Cuando el cielo viniese negro, una pareja de la guardia civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y dejarlo allí hasta que escampase. A tal efecto levantaron una caseta con tejavana que sirviera de protección al tullido, si no de los rayos, al menos de la lluvia y el frío.
La tempestad se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a López acelerar el paso. No tuvo que insistir. López sentía una aversión exagerada a las tormentas. Quizá porque años atrás fue testigo directo de la fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vio en primera línea como se freían los mozos. Félix lloraba de impotencia. Meneaba los brazos con movimientos torpes. Como las aspas de un viejo molino que desencajadas de sus ejes eran incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta y metieron a Félix dentro. Cerraron con un candado y reemprendieron el camino de regreso. Mientras se alejaban oyeron los gritos del infeliz. Les suplicaba que tuviesen piedad y no lo dejasen allí. Un par de gotas se estrellaron en la cara del sargento. Aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La llovizna dio paso a una borrasca intensa.
-        Esta va a ser de las gordas – presagió López.
-        Corre que nos vamos a calar – ordenó el sargento echando a correr.

De pronto un trueno retumbó por todo el valle. La tormenta había llegado.

pepe pereza

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