Una pareja de la guardia civil escoltaba a Félix a las
afueras del pueblo. El sargento Ochoa caminaba mirando de reojo a los
nubarrones que se aproximaban, mientras que López, el otro guardia, empujaba la
silla de ruedas donde iba sentado Félix. Éste último no paraba de insultarles
con su voz gangosa:
-
Cabron…es, hijos
de pu…ta. Que no t…enéis cora…zón.
Félix era paralítico de cintura para abajo. Tres rayos
lo habían dejado así. El primero le alcanzó con catorce años. Por entonces era
pastor. Un día que las ovejas pastaban en el monte se levantó una gran
tormenta. Estaba reuniendo al rebaño cuando le impactó el primer rayo. Sobrevivió,
pero desde aquel día le costaba articular las palabras y a todas les daba un
tono gangoso y entrecortado. El segundo le pilló a la salida de la iglesia. Fue
un domingo por la mañana. Félix ya era un mozo y había sido llamado a filas
junto con otros cuatro jóvenes de la comarca. En unos pocos días debían partir
hacia tierras extrañas para cumplir con el servicio militar. Ese domingo se
ofreció una misa a los quintos. Félix estrenó traje para la ocasión. Se
sentía entusiasmado porque, al fin, iba a poder salir del pueblo y visitar el
mundo. Cuando terminó la misa los mozos se reagruparon en la plaza. Fue entonces
cuando el cielo lanzó la fatal descarga. Félix sobrevivió una vez más. Aunque
sufrió graves quemaduras que lo tuvieron hospitalizado durante meses. Por
desgracia sus cuatro compañeros quedaron totalmente calcinados. Desde entonces los
vecinos del pueblo empezaron a desconfiar de Félix. Algunos le culpaban de la
muerte de sus compañeros. Decían que estaba maldito y que era el mismísimo
Satanás. Otros justificaban la tragedia alegando que solo había sido una racha
de mala suerte. El tercer rayo fue el que lo dejó sentado para siempre en la
silla de ruedas. Ocurrió dos años después de los funerales de los quintos. Por
aquel entonces, Félix tenía problemas para encontrar trabajo. Casi nadie en el
pueblo lo quería cerca. La mayoría le tenían miedo. Nicolás fue de los pocos
que no hizo caso de las habladurías y le contrataba de vez en cuando para que
lo ayudase con algunas tareas. El bueno de Nicolás siempre fue una persona
generosa y de buen corazón. Aquel nefasto día Félix estaba en el prado ayudando
a Nicolás a ordeñar las vacas. Esta vez el rayo impactó de lleno contra ellos.
La electricidad recorrió la columna vertebral de Félix, destrozándosela, y
dejándole paralítico de cintura para abajo. Lo peor de todo fue la terrible muerte
de Nicolás. Los vecinos que hasta entonces defendían a Félix se unieron al
grupo de los que creían que estaba maldito y convocaron un pleno en el
ayuntamiento para tomar medidas de cara a futuros incidentes. Después de mucho
discutir llegaron a un acuerdo. Cuando el cielo viniese negro, una pareja de la
guardia civil se encargaría de escoltar a Félix a las afueras del pueblo y
dejarlo allí hasta que escampase. A tal efecto levantaron una caseta con
tejavana que sirviera de protección al tullido, si no de los rayos, al menos de
la lluvia y el frío.
La tempestad se aproximaba. El sargento Ochoa ordenó a
López acelerar el paso. No tuvo que insistir. López sentía una aversión
exagerada a las tormentas. Quizá porque años atrás fue testigo directo de la
fatídica descarga a la salida de la iglesia. Él vio en primera línea como se
freían los mozos. Félix lloraba de impotencia. Meneaba los brazos con
movimientos torpes. Como las aspas de un viejo molino que desencajadas de sus
ejes eran incapaces de girar formando un círculo perfecto. Llegaron a la caseta
y metieron a Félix dentro. Cerraron con un candado y reemprendieron el camino de
regreso. Mientras se alejaban oyeron los gritos del infeliz. Les suplicaba que
tuviesen piedad y no lo dejasen allí. Un par de gotas se estrellaron en la cara
del sargento. Aceleraron el paso. El cielo estaba cada vez más negro. La
llovizna dio paso a una borrasca intensa.
-
Esta va a ser de
las gordas – presagió López.
-
Corre que nos
vamos a calar – ordenó el sargento echando a correr.
De pronto un trueno retumbó por todo el valle. La
tormenta había llegado.
pepe pereza
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