martes, 9 de junio de 2009

URGENCIAS

Matías trabajaba de guardia jurado en la sala de urgencias del hospital. No le gustaba porque tenía que pasarse toda la jornada entre heridos, enfermos y familiares de ambos. Matías presenciaba como cada día la sala se atestaba de todas esas personas que necesitaban una cura de urgencia y no era agradable. Hubiese preferido trabajar en cualquier otro lugar, vigilando una sucursal bancaria, o un palacio de congresos, o las oficinas de hacienda, incluso en la garita prefabricada de una obra. Cualquier cosa menos allí. Un día entró en urgencias un vagabundo al que aparentemente no le pasaba nada. No sangraba, no iba bebido, no parecía drogado y no acompañaba a nadie en ese estado. De hecho, su aspecto era de lo más saludable. Le pareció extraño. Tal vez el vagabundo sólo había entrado para estar en un sitio caliente y no en la calle pasando frío, aunque a Matías se le ocurrieron mil sitios mejores. Como no molestaba a nadie Matías lo dejó en paz. Nada había cambiado en la sala. El ambiente era el de siempre: heridos, enfermos, sus familiares preocupados, gemidos de dolor, sangre, heridas, médicos y enfermeras corriendo de un paciente a otro, malas energías, enfermedad y tristeza. Mucha tristeza. Esa era la rutina diaria a la que Matías se había acostumbrado. De pronto, algo llamó su atención y le sacó del sopor. Alguien se estaba riendo y escuchar una risa en esa sala era algo insólito. Matías se fijó en que poco a poco los presentes habían empezado a hablar entre ellos, los enfermos no lo estaban tanto, los heridos se encontraban mejor, los niños jugaban entre ellos... En todo el tiempo que llevaba allí, nunca se había dado una situación igual. No le dio más importancia, hasta que dos días después se dio el mismo caso. De pronto, el ambiente cambiaba sin más y todos comenzaban a sentirse mejor. Hablaban y reían como si estuviesen en una cafetería cualquiera. Matías no comprendía ni cómo ni por qué llegaban las buenas vibraciones así de repente. Estaba dándole vueltas al asunto cuando cayó en la cuenta de que en ambas ocasiones, el vagabundo había estado en la sala.

- Será solo una casualidad... - Pensó Matías.

Tres días más tarde, Matías vio entrar al vagabundo. Ese día y hasta entonces, todo había trascurrido de forma habitual, es decir, malas vibraciones, enfermedad, tristeza… pero enseguida todo empezó a cambiar. Esta vez, Matías permaneció alerta y observó asombrado las mejoras de los presentes. Era algo milagroso y siempre sucedía cuando aquel vagabundo entraba en escena. De alguna forma, el vagabundo conseguía llevar el bienestar allá dónde iba, incluso Matías se sentía privilegiado de poder estar allí y presenciar algo tan mágico y especial. Miraba al vagabundo sin poder apartar la vista de él. Creía que era un santo, sin duda alguien tocado por la mano de Dios. Entonces apreció algo más. A medida que los enfermos sanaban, el vagabundo se iba poniendo más y más pálido. Sus hombros se iban encogiendo como los de un anciano. Un ligero temblor sacudió sus extremidades y su miraba se fue apagando hasta que sus pupilas cogieron un tono grisáceo como los ojos de un pescado que ha dejado de ser fresco. Entonces, el vagabundo se incorporó y con gran esfuerzo, caminó hasta la salida. Matías se acercó a él y le ayudo a salir. Desde aquel día, Matías, en cuanto le ve llegar, se apresura a abrirle la puerta y siempre se asegura de que tenga un asiento libre en la sala.


3 comentarios:

Begoña Leonardo dijo...

Maravilloso, un cuento de los que necesitan una mirada, fresca, pura, con dosis de inocencia y fe. Enhorabuena, Pepe, me has transmitido una gran ternura.

Fuerte abrazo.

jens peter jensen silva dijo...

es un gusto leerte colega.
un abrazo
peter

Javier Belinchón dijo...

Me ha gustado, pepe, esa mezcla entre elementos fantásticos y cotidianidad.

Abrazos.