Rafael Azcona habla sobre Marco Ferreri
Extracto de la amplia entrevista que publicó Cahiers du Cinemá con el guionista español
Serge Toubiana
Pocas personas han sido más reacias a cualquier contacto con los medios de comunicación que Rafael Azcona. De ahí que la entrevista concedida a la revista francesa adquiera carácter de suceso extraordinario.
Pregunta. Al parecer, usted era el mejor amigo de Marco Ferreri.
Respuesta. Desde luego, durante algún tiempo; luego nos alejamos, pero seguí considerándome su amigo.
P. ¿Se conocieron en la época en que Ferreri vivía en España?
R. Durante los años 1952-1957. Trabajaba en Madrid en una revista de humor que se llamaba La Codorniz. Había escrito algunas novelitas, entre ellas una titulada Los muertos no se tocan, nene. Cuando Marco Ferreri me llamó, sólo había ido al cine tres veces en mi vida. No es del todo cierto, pero no se aleja mucho de la verdad. Por teléfono, Marco me citó ese mismo día por la tarde. Al no conocer nada del mundo del cine, llamé a la única persona que estaba un poco al corriente entre mis amigos, Enrique Herreros, que también era jefe de publicidad en una distribuidora para la que había trabajado Buñuel. Le dije: «Enrique, me ha llamado una gente del mundo del cine que están interesados en uno de mis libros. ¿Qué hago? ¿Cuánto pido?». Me respondió: «Es lo de menos. Tú ve. Te encontrarás con un tipo delante que te dirá: «Soy el productor, pero le advierto: no tengo dinero». Hacia las cuatro de la tarde, acudí a la cita. Vi a dos hombres delante de la puerta del edificio, uno regordete y el otro muy alto, con sombrero. En aquella época, en España todo el mundo llevaba sombrero. Entramos juntos y, cerca del ascensor, escuché su conversación. «Si habla de dinero, le decimos que no tenemos», dijo el gordo. Estaba claro, no tenía más que presentarme. «Creo que tengo una cita con ustedes».
Marco era el hombre más cautivador que jamás haya conocido y ello, a pesar de su mal genio. Cuando quería seducir a alguien siempre lograba su objetivo. Era muy inteligente, tenía olfato, una especie de sexto sentido. Muchas veces le vi interesarse por cosas que se ponían de moda seis meses o un año más tarde.
Había que escribir un guión. Le respondí que no tenía ni idea de cómo escribir guiones. Hizo todo lo posible para tranquilizarme. Nada más fácil. Por entonces todavía se presentaban los guiones en dos columnas, la acción de un lado y los diálogos del otro. Lo importante, me dijo, es que no debe comprenderse nada si se lee sólo la columna de los diálogos. No sé si me lo dijo exactamente con esas palabras, pero de todos modos es un consejo estupendo. Nos pusimos a hablar, a trabajar, me reía mucho con él. Es la persona con la que más me he reído en mi vida y eso es algo que me encanta.
Cuando teníamos un poco de dinero, nos íbamos a comer sardinas a la parrilla y chuletas de cordero. Por entonces, Marco comía muchísimo y yo también. Así tratamos por primera vez Los muertos no se tocan. La acción se desarrolla en un apartamento durante un velatorio: toda la familia del muerto está reunida. Esto no gustó a la censura que era muy severa y perversa en aquella época. Cuanto más implacables eran los censores, menos se arriesgaban a perder su empleo. En cambio, si dejaban pasar algo, podían echarles. Por tanto, lo prohibían todo. Los muertos no se tocan era una historia inocente e ingenua, sin ataques contra el régimen ni obscenidades, pero fue prohibida. Marco y yo nos volvimos a poner a trabajar en otros proyectos: ninguno pasaba la censura. Cansado, Marco me dijo un día: «Esta vez vamos a hacer todo lo posible para evitar la censura». Escribimos un guión con final feliz. ¡Fue inútil! No pasó. Acabé por estar harto de escribir para nada. «Vete a la mierda», le dije en italiano (había aprendido unas cuantas palabras). «¡Todo esto no tiene ningún sentido, no acaba en nada, no aporta nada, no lleva a ningún sitio! Es absurdo, no hago más que comer sardinas». Dejamos de vernos pero no por mucho tiempo porque en Madrid uno acaba siempre por volverse a encontrar. Pero la relación se había enfriado.
Por entonces vivía en una habitación realquilada. Una tarde, hacia las siete, Marco me llamó. Hablaba un español formidable, muy expresivo y divertido. «Tú, hombre de poca fe, pobre idiota que escupe al cine, ve mañana por la mañana al aeropuerto de Barajas. Estamos contratados por un importante productor italiano. Nos vamos a las Canarias». Debo decirle que en aquella época, la vida en Madrid era espantosa. En las casas, no había ni calefacción, ni televisión, ni nada. Era siniestro, sobre todo en una habitación alquilada. Sólo iba a mi casa para trabajar; pasaba las noches fuera, en los cafés, y me acostaba muy tarde. Le respondí que no podía levantarme a las siete de la mañana. Me propuso ir a dormir al hotel Castellana Hilton.
Allí me encontré con Marco acompañado de otro italiano, un tal Massimo Albiani. Estaban instalados en una suite compuesta por dos dormitorios y un salón. Allí había una cantidad enorme de gente: una docena de jovencitas, debutantes más o menos virtuosas, pero absolutamente maravillosas; un viejo que había sido cura en Santa Cruz de Tenerife; un enfermero armado con una jeringuilla para poner inyecciones (vacunas o qué se yo). Una o dos parejas estaban haciendo el amor, los hombres comían pollo y el cura bendecía a todo el mundo. Lo encontré maravilloso. Al día siguiente, tomé un avión por primera vez en mi vida. Al llegar a Santa Cruz de Tenerife, nos instalaron en una residencia y nos pusimos a recorrer las islas para buscar localizaciones. Se trataba de hacer un documental de largo metraje sobre las Canarias. En el tiempo que tardamos en dar una vuelta por todas las islas, la fortuna cambió: ya no había dinero para nuestra película.
De regreso a Madrid, escribí una novela corta que fue publicada, El pisito. También Marco volvió de las Canarias. Leyó El pisito y decidió llevarlo al cine. Se movió para montar la producción, pero no salía gran cosa. Un día le dije: «Eres productor y nunca tienes dinero. ¿Por qué no te conviertes en director? De ese modo sólo tendríamos que buscar un productor». Sus ojos azules se clavaron en mí. «¿Tú crees?». «¡Desde luego! ¡Estaría mucho mejor!». Marco se convirtió en director y encontró un productor. Pudimos hacer El pisito, pero con muchas dificultades porque nadie creía en ella.
Después de hacer sus tres películas españolas, El pisito, El cochecito y Los chicos, en la que no colaboré, Marco regresó a Italia y me invitó. Me presentó a Fellini, Antonioni... Conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía.
P. ¿Es El pisito una película autobiográfica?
R. No, nunca he escrito nada autobiográfico. Me inspiré en un suceso: un joven de Barcelona se había casado con una octogenaria con el único objetivo de heredar su casa. En España, por entonces, la gente recurría a esa clase de procedimientos para resolver la crisis de la vivienda. Es lo que me dio el punto de partida. No había dinero para el guión, así que todos los días me iba a los lugares de rodaje, en estudio o en exteriores; trabajaba para el mismo día, me pagaban cada semana. Me familiarizaba con el cine y tenía la impresión de que todo se hacía de manera aproximada.
P. Los personajes de la película no tuvieron la posibilidad de madurar. Son unos niños.
R. Diría que eso es más cierto en los de La gran comilona. Allí sí, hay una especie de vuelta a la infancia, a su lado irresponsable. Los personajes de El pisito son incapaces de manejar ideas, carecen de proyecto, despachan las cosas como vienen, viven al día. Son personas que tienen una vida dura. ¿Fue Ferreri quién lo quiso? ¿O fue la época? Volviendo a La gran comilona, veo en ella una especie de consagración de la lactancia. Esa mujer de grandes pechos... Y creo recordar que los personajes juegan con galletas en forma de pecho. Uno de los hombres ya no controla su esfínter, como un niño. A mi modo de ver, ese lado pueril no aparece en las dos primeras películas «españolas». Ferreri pone en escena hombres atormentados por otras preocupaciones. Hoy quieren reeditar El pisito. Estoy reescribiéndolo y he dado con un pasaje significativo (no recuerdo si está en la película): dos personajes avanzan por un pasillo y uno de ellos come pan. El otro le dice: «Sólo piensas en comer. Hay cosas más importantes que la comida». El otro responde: «No lo creo». En efecto, comer, encontrar un lugar donde vivir, era lo importante en la España de la época.
Esos personajes de El pisito y de El cochecito son característicos de la posguerra. No tuvimos que inventarlos, bastaba con mirar en la calle. Lo único que tuvimos que hacer fue exagerar un poco, acentuar la deformación. Pero no veo ninguna temática de la infancia. En La gran comilona y en No tocar a la mujer blanca, sí. Creo que la mejor película de Ferreri es L'uomo dai cinque palloni. Desgraciadamente, Carlo Ponti la masacró, al negarse a estrenarla bajo pretexto de que podía fastidiar la carrera de Mastroianni. Sigo sin comprenderlo. En definitiva, un día Ferreri me pidió que me reuniese con él en Roma. Ponti quería contratarnos. Le pregunté si tenía alguna idea. «Ninguna, pero vente de todos modos». En Roma, Ferreri vivía cerca de las oficinas de Ponti en un lugar muy bonito. Teníamos cita a las 12 y aún no se me había ocurrido nada. Le dije a Marco: «Cuando trabajaba en La Codorniz, leí una cosilla de un italiano del que he olvidado el nombre: la historia de un tipo que se pregunta qué cantidad de mermelada -sin los botes- puede caber en un coche». «Sí, pero con eso no se hace una película», respondió echándose a reír. Pero le dio una idea. «Imagina que alguien quiere saber qué cantidad de aire hay en un globo. El tipo sopla, sopla y se pregunta si puede seguir. ¿Hasta dónde? En un momento o en otro se arriesga a hacer explotar el globo y es una catástrofe. Si para de soplar demasiado pronto, falla, es una frustración. Para mí, es el destino del hombre. O te pasas, o te quedas corto. De todos modos, siempre es un fracaso».
Carlo Ponti nos recibió. Era un hombre formidable. Sin duda tenía sus defectos, pero guardo un recuerdo maravilloso. Nos preguntó si teníamos alguna idea. Nos pusimos a contarle la historia del globo, improvisando; nuestro personaje era un milanés, confitero, prometido, a punto de casarse... Ponti nos interrumpió. Nos propuso que fuéramos a Milán para ver a Marcello. «Si acepta, rodamos vuestra historia». Dicho y hecho. Marcello trabajaba y no pudimos verle hasta las 11 de la noche, después de la cena. Le contamos nuestra historia mientras bebíamos no sé cuantas botellas de Fernet Branca. En aquella época era su bebida favorita. Marcello estaba de acuerdo y escribimos la historia.
P. España e Italia son dos países católicos. Sin embargo, en las películas de Ferreri no hay ninguna dimensión religiosa. ¿Cómo lo hicieron?
R. Es verdad que en las películas de Ferreri la dimensión religiosa está totalmente ausente. Me parece que Buñuel era profundamente creyente y, por tanto, profundamente blasfemo. En una de sus películas, El fantasma de la libertad, creo, Buñuel aparece vestido de monje en un grupo que va a ser fusilado. Cuando es abatido, cae, con la cara al lado de una cruz. Esta imagen es impensable en Ferreri.
P. Da la sensación de que Ferreri, en sus películas, intentó liberar al hombre de todo lo que pesa sobre él, del peso de la sociedad.
R. Para Marco, lo importante era el individuo. No la sociedad, ni la especie, ni la ideología.
P. Y todo esto, sin buscar la provocación.
R. Nunca, ni siquiera en La gran comilona. Marco nunca tuvo la intención de provocar. La idea de ganarse al público de ese modo ni se le pasó por la cabeza. Si Ingrid Bergman (que era la presidenta del jurado el año en que fue presentada en Cannes) se puso enferma, era problema suyo. Ya sabe que tuvo náuseas y vomitó. ¡Pero al menos podía hablar!
P. ¿Hablaban mucho antes de empezar a escribir una película?
R. Comentábamos un montón de cosas que no estaban directamente relacionadas con la película. Sin tomar notas, porque las cosas que olvidamos, en el fondo, no sirven para nada y más vale librarse de ellas para despejar la mente. Los diálogos reflejaban las conversaciones previas con Marco. Por lo general, no retocábamos realmente en el guión.
P. Su gran tema, con Ferreri, es la libertad. ¿Puede el hombre liberarse de la sociedad?
R. No, es una utopía que produce sueños huecos. No soy un doctrinario. El hombre quiere su libertad, desde luego, pero también asusta mucho, estoy seguro. Hoy, todo el mundo está, por así decirlo, a favor de la liberalización de las costumbres, a favor del amor libre. Es falso. Si las calles estuvieran llenas de gente follando, le aseguro que muchos se encerrarían en el cuarto de baño escandalizados. La libertad es difícil, exigente. Marco no tenía ningún código moral, odiaba todas las obligaciones. Pero era alguien que no se abría a los demás. Nunca me confesó cuestiones íntimas. Pero tampoco con otros. Sobre este tema, guardábamos cierto pudor, por delicadeza.
Kafka en un balneario de Alhama de Aragón
«Tal vez debería hablarle de los proyectos por los que Marco tenía apego, pero que no pudo realizar», comenta Rafael Azcona. «Estaba en Ibiza, donde el correo y el teléfono funcionaban mal, España era pobre. Marco me llamó para que me fuera a Italia, pero no le respondí: debía tener algo mejor que hacer en cuestión de mujeres. Un día, sentado en la terraza de un café, vi llegar a un hombre con un sombrero de paja. Era Marco. Le había hecho saber mi adoración por Kafka y hablamos de hacer El castillo. Venía para anunciarme que esta vez podíamos empezarlo. Cogimos el avión para Barcelona y, a continuación, nos fuimos a visitar un pueblo, Alhama de Aragón, con un balneario. Allí es donde Marco quería rodar su Castillo y, en efecto, era absolutamente kafkiano. Permanecimos allí dos semanas, con los enfermos. Había un hotel de lujo, lleno de alfombras, de lámparas refinadas, de estatuas. Si recorrías un pasillo hasta el final, llegabas a una puerta y, de pronto, te encontrabas en un hotel de segunda categoría, sin tapices, ni estatuas, ni nada. Se acababa el lujo. Y si seguías avanzando, otra puerta te conducía a un lugar espantoso, un antro atestado de pobres, de familias miserables que cocinaban en los pasillos. ¡Menudo espectáculo! En el parque, había un mausoleo que mandó erigir el fundador del balneario y un lago con aguas con barro, muy calientes, llenas de peces enormes que te seguían como perrillos para coger migas de pan. ¡Increíble! Allí inventamos una historia formidable inspirándonos en El castillo. Marco llamó a un dentista de Nueva York que, según creo, era propietario de los derechos, pero pedía demasiado dinero para nosotros. Un millón de dólares, o de pesetas, ya no me acuerdo. Lo abandonamos. Pero L'Audience salió de ahí. El guión es sencillo, sin complicaciones. Cuando Marco hizo la película, Italia vivía un momento difícil, al borde del golpe de Estado, así que introdujo unos elementos de actualidad que no estaban en la historia, lo que nunca hizo en otra película».
Extracto de la amplia entrevista que publicó Cahiers du Cinemá con el guionista español
Serge Toubiana
Pocas personas han sido más reacias a cualquier contacto con los medios de comunicación que Rafael Azcona. De ahí que la entrevista concedida a la revista francesa adquiera carácter de suceso extraordinario.
Pregunta. Al parecer, usted era el mejor amigo de Marco Ferreri.
Respuesta. Desde luego, durante algún tiempo; luego nos alejamos, pero seguí considerándome su amigo.
P. ¿Se conocieron en la época en que Ferreri vivía en España?
R. Durante los años 1952-1957. Trabajaba en Madrid en una revista de humor que se llamaba La Codorniz. Había escrito algunas novelitas, entre ellas una titulada Los muertos no se tocan, nene. Cuando Marco Ferreri me llamó, sólo había ido al cine tres veces en mi vida. No es del todo cierto, pero no se aleja mucho de la verdad. Por teléfono, Marco me citó ese mismo día por la tarde. Al no conocer nada del mundo del cine, llamé a la única persona que estaba un poco al corriente entre mis amigos, Enrique Herreros, que también era jefe de publicidad en una distribuidora para la que había trabajado Buñuel. Le dije: «Enrique, me ha llamado una gente del mundo del cine que están interesados en uno de mis libros. ¿Qué hago? ¿Cuánto pido?». Me respondió: «Es lo de menos. Tú ve. Te encontrarás con un tipo delante que te dirá: «Soy el productor, pero le advierto: no tengo dinero». Hacia las cuatro de la tarde, acudí a la cita. Vi a dos hombres delante de la puerta del edificio, uno regordete y el otro muy alto, con sombrero. En aquella época, en España todo el mundo llevaba sombrero. Entramos juntos y, cerca del ascensor, escuché su conversación. «Si habla de dinero, le decimos que no tenemos», dijo el gordo. Estaba claro, no tenía más que presentarme. «Creo que tengo una cita con ustedes».
Marco era el hombre más cautivador que jamás haya conocido y ello, a pesar de su mal genio. Cuando quería seducir a alguien siempre lograba su objetivo. Era muy inteligente, tenía olfato, una especie de sexto sentido. Muchas veces le vi interesarse por cosas que se ponían de moda seis meses o un año más tarde.
Había que escribir un guión. Le respondí que no tenía ni idea de cómo escribir guiones. Hizo todo lo posible para tranquilizarme. Nada más fácil. Por entonces todavía se presentaban los guiones en dos columnas, la acción de un lado y los diálogos del otro. Lo importante, me dijo, es que no debe comprenderse nada si se lee sólo la columna de los diálogos. No sé si me lo dijo exactamente con esas palabras, pero de todos modos es un consejo estupendo. Nos pusimos a hablar, a trabajar, me reía mucho con él. Es la persona con la que más me he reído en mi vida y eso es algo que me encanta.
Cuando teníamos un poco de dinero, nos íbamos a comer sardinas a la parrilla y chuletas de cordero. Por entonces, Marco comía muchísimo y yo también. Así tratamos por primera vez Los muertos no se tocan. La acción se desarrolla en un apartamento durante un velatorio: toda la familia del muerto está reunida. Esto no gustó a la censura que era muy severa y perversa en aquella época. Cuanto más implacables eran los censores, menos se arriesgaban a perder su empleo. En cambio, si dejaban pasar algo, podían echarles. Por tanto, lo prohibían todo. Los muertos no se tocan era una historia inocente e ingenua, sin ataques contra el régimen ni obscenidades, pero fue prohibida. Marco y yo nos volvimos a poner a trabajar en otros proyectos: ninguno pasaba la censura. Cansado, Marco me dijo un día: «Esta vez vamos a hacer todo lo posible para evitar la censura». Escribimos un guión con final feliz. ¡Fue inútil! No pasó. Acabé por estar harto de escribir para nada. «Vete a la mierda», le dije en italiano (había aprendido unas cuantas palabras). «¡Todo esto no tiene ningún sentido, no acaba en nada, no aporta nada, no lleva a ningún sitio! Es absurdo, no hago más que comer sardinas». Dejamos de vernos pero no por mucho tiempo porque en Madrid uno acaba siempre por volverse a encontrar. Pero la relación se había enfriado.
Por entonces vivía en una habitación realquilada. Una tarde, hacia las siete, Marco me llamó. Hablaba un español formidable, muy expresivo y divertido. «Tú, hombre de poca fe, pobre idiota que escupe al cine, ve mañana por la mañana al aeropuerto de Barajas. Estamos contratados por un importante productor italiano. Nos vamos a las Canarias». Debo decirle que en aquella época, la vida en Madrid era espantosa. En las casas, no había ni calefacción, ni televisión, ni nada. Era siniestro, sobre todo en una habitación alquilada. Sólo iba a mi casa para trabajar; pasaba las noches fuera, en los cafés, y me acostaba muy tarde. Le respondí que no podía levantarme a las siete de la mañana. Me propuso ir a dormir al hotel Castellana Hilton.
Allí me encontré con Marco acompañado de otro italiano, un tal Massimo Albiani. Estaban instalados en una suite compuesta por dos dormitorios y un salón. Allí había una cantidad enorme de gente: una docena de jovencitas, debutantes más o menos virtuosas, pero absolutamente maravillosas; un viejo que había sido cura en Santa Cruz de Tenerife; un enfermero armado con una jeringuilla para poner inyecciones (vacunas o qué se yo). Una o dos parejas estaban haciendo el amor, los hombres comían pollo y el cura bendecía a todo el mundo. Lo encontré maravilloso. Al día siguiente, tomé un avión por primera vez en mi vida. Al llegar a Santa Cruz de Tenerife, nos instalaron en una residencia y nos pusimos a recorrer las islas para buscar localizaciones. Se trataba de hacer un documental de largo metraje sobre las Canarias. En el tiempo que tardamos en dar una vuelta por todas las islas, la fortuna cambió: ya no había dinero para nuestra película.
De regreso a Madrid, escribí una novela corta que fue publicada, El pisito. También Marco volvió de las Canarias. Leyó El pisito y decidió llevarlo al cine. Se movió para montar la producción, pero no salía gran cosa. Un día le dije: «Eres productor y nunca tienes dinero. ¿Por qué no te conviertes en director? De ese modo sólo tendríamos que buscar un productor». Sus ojos azules se clavaron en mí. «¿Tú crees?». «¡Desde luego! ¡Estaría mucho mejor!». Marco se convirtió en director y encontró un productor. Pudimos hacer El pisito, pero con muchas dificultades porque nadie creía en ella.
Después de hacer sus tres películas españolas, El pisito, El cochecito y Los chicos, en la que no colaboré, Marco regresó a Italia y me invitó. Me presentó a Fellini, Antonioni... Conocía a todo el mundo y todo el mundo le conocía.
P. ¿Es El pisito una película autobiográfica?
R. No, nunca he escrito nada autobiográfico. Me inspiré en un suceso: un joven de Barcelona se había casado con una octogenaria con el único objetivo de heredar su casa. En España, por entonces, la gente recurría a esa clase de procedimientos para resolver la crisis de la vivienda. Es lo que me dio el punto de partida. No había dinero para el guión, así que todos los días me iba a los lugares de rodaje, en estudio o en exteriores; trabajaba para el mismo día, me pagaban cada semana. Me familiarizaba con el cine y tenía la impresión de que todo se hacía de manera aproximada.
P. Los personajes de la película no tuvieron la posibilidad de madurar. Son unos niños.
R. Diría que eso es más cierto en los de La gran comilona. Allí sí, hay una especie de vuelta a la infancia, a su lado irresponsable. Los personajes de El pisito son incapaces de manejar ideas, carecen de proyecto, despachan las cosas como vienen, viven al día. Son personas que tienen una vida dura. ¿Fue Ferreri quién lo quiso? ¿O fue la época? Volviendo a La gran comilona, veo en ella una especie de consagración de la lactancia. Esa mujer de grandes pechos... Y creo recordar que los personajes juegan con galletas en forma de pecho. Uno de los hombres ya no controla su esfínter, como un niño. A mi modo de ver, ese lado pueril no aparece en las dos primeras películas «españolas». Ferreri pone en escena hombres atormentados por otras preocupaciones. Hoy quieren reeditar El pisito. Estoy reescribiéndolo y he dado con un pasaje significativo (no recuerdo si está en la película): dos personajes avanzan por un pasillo y uno de ellos come pan. El otro le dice: «Sólo piensas en comer. Hay cosas más importantes que la comida». El otro responde: «No lo creo». En efecto, comer, encontrar un lugar donde vivir, era lo importante en la España de la época.
Esos personajes de El pisito y de El cochecito son característicos de la posguerra. No tuvimos que inventarlos, bastaba con mirar en la calle. Lo único que tuvimos que hacer fue exagerar un poco, acentuar la deformación. Pero no veo ninguna temática de la infancia. En La gran comilona y en No tocar a la mujer blanca, sí. Creo que la mejor película de Ferreri es L'uomo dai cinque palloni. Desgraciadamente, Carlo Ponti la masacró, al negarse a estrenarla bajo pretexto de que podía fastidiar la carrera de Mastroianni. Sigo sin comprenderlo. En definitiva, un día Ferreri me pidió que me reuniese con él en Roma. Ponti quería contratarnos. Le pregunté si tenía alguna idea. «Ninguna, pero vente de todos modos». En Roma, Ferreri vivía cerca de las oficinas de Ponti en un lugar muy bonito. Teníamos cita a las 12 y aún no se me había ocurrido nada. Le dije a Marco: «Cuando trabajaba en La Codorniz, leí una cosilla de un italiano del que he olvidado el nombre: la historia de un tipo que se pregunta qué cantidad de mermelada -sin los botes- puede caber en un coche». «Sí, pero con eso no se hace una película», respondió echándose a reír. Pero le dio una idea. «Imagina que alguien quiere saber qué cantidad de aire hay en un globo. El tipo sopla, sopla y se pregunta si puede seguir. ¿Hasta dónde? En un momento o en otro se arriesga a hacer explotar el globo y es una catástrofe. Si para de soplar demasiado pronto, falla, es una frustración. Para mí, es el destino del hombre. O te pasas, o te quedas corto. De todos modos, siempre es un fracaso».
Carlo Ponti nos recibió. Era un hombre formidable. Sin duda tenía sus defectos, pero guardo un recuerdo maravilloso. Nos preguntó si teníamos alguna idea. Nos pusimos a contarle la historia del globo, improvisando; nuestro personaje era un milanés, confitero, prometido, a punto de casarse... Ponti nos interrumpió. Nos propuso que fuéramos a Milán para ver a Marcello. «Si acepta, rodamos vuestra historia». Dicho y hecho. Marcello trabajaba y no pudimos verle hasta las 11 de la noche, después de la cena. Le contamos nuestra historia mientras bebíamos no sé cuantas botellas de Fernet Branca. En aquella época era su bebida favorita. Marcello estaba de acuerdo y escribimos la historia.
P. España e Italia son dos países católicos. Sin embargo, en las películas de Ferreri no hay ninguna dimensión religiosa. ¿Cómo lo hicieron?
R. Es verdad que en las películas de Ferreri la dimensión religiosa está totalmente ausente. Me parece que Buñuel era profundamente creyente y, por tanto, profundamente blasfemo. En una de sus películas, El fantasma de la libertad, creo, Buñuel aparece vestido de monje en un grupo que va a ser fusilado. Cuando es abatido, cae, con la cara al lado de una cruz. Esta imagen es impensable en Ferreri.
P. Da la sensación de que Ferreri, en sus películas, intentó liberar al hombre de todo lo que pesa sobre él, del peso de la sociedad.
R. Para Marco, lo importante era el individuo. No la sociedad, ni la especie, ni la ideología.
P. Y todo esto, sin buscar la provocación.
R. Nunca, ni siquiera en La gran comilona. Marco nunca tuvo la intención de provocar. La idea de ganarse al público de ese modo ni se le pasó por la cabeza. Si Ingrid Bergman (que era la presidenta del jurado el año en que fue presentada en Cannes) se puso enferma, era problema suyo. Ya sabe que tuvo náuseas y vomitó. ¡Pero al menos podía hablar!
P. ¿Hablaban mucho antes de empezar a escribir una película?
R. Comentábamos un montón de cosas que no estaban directamente relacionadas con la película. Sin tomar notas, porque las cosas que olvidamos, en el fondo, no sirven para nada y más vale librarse de ellas para despejar la mente. Los diálogos reflejaban las conversaciones previas con Marco. Por lo general, no retocábamos realmente en el guión.
P. Su gran tema, con Ferreri, es la libertad. ¿Puede el hombre liberarse de la sociedad?
R. No, es una utopía que produce sueños huecos. No soy un doctrinario. El hombre quiere su libertad, desde luego, pero también asusta mucho, estoy seguro. Hoy, todo el mundo está, por así decirlo, a favor de la liberalización de las costumbres, a favor del amor libre. Es falso. Si las calles estuvieran llenas de gente follando, le aseguro que muchos se encerrarían en el cuarto de baño escandalizados. La libertad es difícil, exigente. Marco no tenía ningún código moral, odiaba todas las obligaciones. Pero era alguien que no se abría a los demás. Nunca me confesó cuestiones íntimas. Pero tampoco con otros. Sobre este tema, guardábamos cierto pudor, por delicadeza.
Kafka en un balneario de Alhama de Aragón
«Tal vez debería hablarle de los proyectos por los que Marco tenía apego, pero que no pudo realizar», comenta Rafael Azcona. «Estaba en Ibiza, donde el correo y el teléfono funcionaban mal, España era pobre. Marco me llamó para que me fuera a Italia, pero no le respondí: debía tener algo mejor que hacer en cuestión de mujeres. Un día, sentado en la terraza de un café, vi llegar a un hombre con un sombrero de paja. Era Marco. Le había hecho saber mi adoración por Kafka y hablamos de hacer El castillo. Venía para anunciarme que esta vez podíamos empezarlo. Cogimos el avión para Barcelona y, a continuación, nos fuimos a visitar un pueblo, Alhama de Aragón, con un balneario. Allí es donde Marco quería rodar su Castillo y, en efecto, era absolutamente kafkiano. Permanecimos allí dos semanas, con los enfermos. Había un hotel de lujo, lleno de alfombras, de lámparas refinadas, de estatuas. Si recorrías un pasillo hasta el final, llegabas a una puerta y, de pronto, te encontrabas en un hotel de segunda categoría, sin tapices, ni estatuas, ni nada. Se acababa el lujo. Y si seguías avanzando, otra puerta te conducía a un lugar espantoso, un antro atestado de pobres, de familias miserables que cocinaban en los pasillos. ¡Menudo espectáculo! En el parque, había un mausoleo que mandó erigir el fundador del balneario y un lago con aguas con barro, muy calientes, llenas de peces enormes que te seguían como perrillos para coger migas de pan. ¡Increíble! Allí inventamos una historia formidable inspirándonos en El castillo. Marco llamó a un dentista de Nueva York que, según creo, era propietario de los derechos, pero pedía demasiado dinero para nosotros. Un millón de dólares, o de pesetas, ya no me acuerdo. Lo abandonamos. Pero L'Audience salió de ahí. El guión es sencillo, sin complicaciones. Cuando Marco hizo la película, Italia vivía un momento difícil, al borde del golpe de Estado, así que introdujo unos elementos de actualidad que no estaban en la historia, lo que nunca hizo en otra película».
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