jueves, 13 de enero de 2011

LECCIONES QUE JAMÁS SE APRENDEN de ANA PATRICIA MOYA

“¡Vaya tía petarda!”; eso piensa el poeta jovencito que escucha, desmotivado, los poemas de aquella mujer elegantemente ataviada. Se aburre: es lógico, no es su estilo. Él va de innovador, de revolucionario, de fiero transgresor de los versos: lo que recitaba aquella respetable señora, desde su punto de vista, estaba desfasado, fuera de lugar. Al concluir, llega su turno; se levanta, muy digno, al estrado, abre su poemario de reciente publicación, y empieza a soltar, según los pensamientos de la experimentada señora que se habían sentado para escucharlo, “groserías y zafiedades”. De su boca, rimas en voz alta que reafirman la condición del poeta maldito: mierda de existencia, angustia puta, vida cabrona, etc. “¡Qué futuro más negro le espera a la lírica con semejantes inútiles!”, se dice, para sus adentros, la señora poetisa cuarentona. La joven promesa de la poesía termina; se reúne con el resto de compañeros que han participado en el recital y deciden comer en un restaurante cercano. Y, ¡casualidades de la vida!, quedan sentados juntos. No se dirigen la palabra, se lanzan miradas de desprecio: hay tensión constante. Él no puede creer que ella tenga un importante premio internacional, ella considera paranoicos los comentarios favorables de la crítica, que lo alaban exageradamente. Y llega la noche, y algunas copas… y acabaron los dos follando con ansia entre las sábanas de la cama de un hotel. Ni juventud, ni experiencia: no hay poema más eterno que el de la carne. Sin embargo, esta lección no fue aprendida por ambos porque el orgullo es la peor enfermedad del poeta.

(Relato de “Fábulas Urbanas”, libro de relatos inédito)

®Ana Patricia Moya

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