Son las doce de la noche. Las campanas de la catedral se empeñan en recordarme que el año viejo se despide. La helada brisa de medianoche es la única caricia que me brindan estas horas de aflicción, añoranza y soledad.
Intento ignorar al alegre gentío que alborozado celebra la llegada del nuevo año. Noches como esta que, hace tantos años ya consagré en cuerpo y alma al amor y a la amistad. Noches sin fin, con amigos entrañables, mujeres cuyo precio no importaba, empapados en champán.
El alcohol que, sin poder sospechar yo que me estaba tramando una anticipada venganza, me llevó por las sendas de la confusión y de la ignominia, pero no logró secar mi alma.
Siempre atormentado por mis ansias de encontrar no sabía bien qué. Vivía sin renunciar cada día a ningún placer. Con deseos insaciables de lujuria, embotado mi discernimiento por el alcohol, todo era muy fácil. Una vida salvaje y disoluta que me arrojó sin remedio al precipicio.
Aunque mi lecho es el suelo y me mantengo obstinadamente en la calle, sólo por mi deseo implacable de vivir en libertad, algunas veces empiezo a interrogarme a mí mismo, incluso con crueldad, y me pregunto si todavía después de tantos y tantos años perdido y errante por esas calles de Dios, no he pagado ya de sobra mi tributo al dolor por todas las culpas y mis lejanos errores.
Encorvado en el viejo banco de la plaza al calor de la botella de vino, con mis temores, asediado por la ausencia de todo y el acoso de mis persistentes recuerdos, la lucidez de mi insobornable conciencia se ensaña hurgando en mis emociones más hondas y dolorosas.
Veo transitar delante de mis ojos todos mis anhelos desbaratados, todo lo que amé poniendo en ello el corazón, y que, ajeno a cualquier mínimo sentido de racionalidad, impunemente quebranté.
El tiempo, que debería curar todas las heridas, cicatrizó en falso desgarraduras de alma de las cuales permanecen una melancolía infinita, llena de lágrimas, un recuerdo que me acaricia y me daña al mismo tiempo.
Sin deseos ni esperanzas, seguiré soñando errante por las calles en la noche oscura con el rostro inclinado sobre aquel amor de los amores. Amor prohibido que un día ya muy lejano, por ciego y por cobarde extravié. Flor inmarchitable que siempre llevaré clavada en las alambradas de espinos sangrantes de mi corazón,
Han callado las campanas de la catedral. Cobijado en el viejo banco de la plaza escondo mi rostro entre las manos y, en mi delirio, sueño que algún día ella volverá. Entonces, la siento poner en mi su mano delicada, la veo sonreír dulce y, con infinito cariño besar mis resecos y amargos labios de mendigo, tal como un día besara el Santo de Asís las mejillas del leproso.
® Miquel Fuster – texto y dibujo
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