El Tiempo de los Asesinos (III) - Miller
Vicente Muñoz
HENRY MILLER: LOS TRÓPICOS DE LA EMBRIAGUEZ
“ Somos culpables de un crimen, el gran crimen de no vivir la vida al máximo.”
Henry Miller
Cuando, después de la II Guerra Mundial, Henry Miller se instala con su esposa en Big Sur (California), toda una pléyade de escritores y outsiders comienzan a girar como satélites entorno suyo. Primero los poetas de la Beat Generation, los llamados hipsters, deslumbrados por el tono anárquico y exultante de sus obras, esa especie de aura mística y vital de sus novelas en la que ellos se identificaron plenamente. Y después, mediados los sesenta, los viscerales hippies, que huidos de sus casas buscando una revelación, peregrinaron a Big Sur para conocer al gran gurú del sexo que era entonces Henry Miller. Unos y otros vieron en él a una especie de Mesías, un redentor que frente a la pesadilla tecnicista de Occidente, propugnaba un retorno a la naturaleza y al amor libre en la línea de la más pura tradición anarquista americana iniciada por Thoreau y Whitman.
Por aquel entonces Miller rondaba los sesenta años, había publicado la mayor parte de su obra y conjurado las reticencias de la censura y de la crítica. Pero hasta llegar a esa iluminación tuvo que recorrer antes un largo camino, lo que él mismo llamó sus ordalías, que fueron el sedimento de sus posteriores libros y que le situaron al borde mismo de la desesperación.
La primera de ellas, quizá la más oscura, durante la década de los años veinte en Nueva York, empleado de una compañía de telégrafos, casado y padre de una hija. Miller conoce entonces a June Edith Smith (Mona en sus novelas) y abandona esa aparente dicha conyugal por una vida bohemia y disipada en la que comienza a identificarse cada vez más como escritor. Es la época de los cafés de Brooklyn, de las prostitutas, de los cabarets y de su renacer al sexo de la mano de la diosa June, su verdadera y quizás única musa, que Miller describe en Trópico de Capricornio, La Primavera Negra y La crucifixión rosada algún tiempo después. Un período loco y duro en el que la calle es su primera escuela, el decorado literario de sus desbordantes sueños. Una época de la que él mismo escribió: llega a un grado suficiente de desesperación y verás como todo sale bien.
De 1924 a 1930 June mantiene a Miller a costa de sus amistades y de una sospechosa capacidad para obtener dinero, con la obsesiva idea de viajar tarde o temprano a Europa, que encarnaba para ellos la esencia espiritual del arte y la cultura frente a la banal sociedad de consumo americana.
La trilogía titulada La crucifixión rosada, integrada por Sexus (1949), Plexus (1952) y Nexus (1960), describe apasionadamente este período, desde el momento en que Henry conoce a June y abandona a su anterior esposa, hasta el instante mismo de su ansiado viaje a Europa. Es la historia de la génesis de un escritor, sus dificultades, sus dudas, sus vacilaciones y su manifiesta incapacidad para afrontar una existencia práctica en el sentido convencional americano. El universo fascinante de alguien embriago por la vida y consciente ya del poderío verbal que le había consagrado con los Trópicos años atrás.
La siguiente gran prueba de Miller, su segunda ordalía, tiene a París por escenario. En 1928 Henry y June hicieron su primer viaje a Europa, un recorrido turístico por Francia, Austria, Polonia, Hungría... Luego, tras otra estancia vacía en Nueva York, Miller regresa a París sin June y durante varios años, hasta la publicación de su primer libro, vive prácticamente en la indigencia, sableando a conocidos, comiendo en sus casas, escribiendo esporádicamente algún artículo y formándose para su explosión. Porque es París, la ciudad del spleen y el desencanto de los simbolistas, el infierno paradisíaco de las putas y de los clochards, el lugar que despierta al artista adormecido en Miller, ese genio que no había encontrado rienda suelta en la pacata sociedad americana.
Y una vez desbordada la presa, el río no cesa en su corriente. En 1934, tras varios escarceos con distintos editores, Miller publica al fin su primera novela, Trópico de Cáncer, un canto a la solemnidad del ser humano, un aullido de sentimiento arrebatado, apocalíptico y deliberadamente iconoclasta. A él le siguen La Primavera Negra (1936) y Trópico de Capricornio, quizás su mejor libro, que plantea la infancia y la adolescencia como la escuela posterior y esencial del escritor.
Reconocido y admirado por los intelectuales de su tiempo (Anaïs Nin, Durrell, Cendrars), a Miller le quedaba ya sólo una prueba: vencer la resistencia de la censura y la crítica. Sus obras fueron tachadas inicialmente de obscenas, pornográficas incluso, en una interpretación apresurada y superficial de su contenido, lo que le granjeó no pocas dificultades para su edición. El tema de mis libros – dijo – no es el sexo, sino la liberación del ser humano. Liberación que si bien en él pasa necesariamente por el sexo (como en D.H. Lawrence) ahonda en raíces más profundas (no en vano Miller había estudiado a Niezsche, Spengler, Freud y Unamuno, por citar algún ejemplo).
Hubo que esperar por tanto a la liberación de las costumbres que se impuso tras la II Guerra para que Miller pudiera publicar su obra en Norteamérica. Momento a partir del cual se cierra su ciclo de ordalías y comienza otro de reconocimiento y reflexión que se prolonga hasta sus casi noventa años.
Aunque lo mejor de Miller, al margen de su azarosa biografía, es su estilo arrebatado y delirante, un estilo que caracterizó todos sus libros, además de los citados: El coloso de Marusi, una canción al sol de Grecia, Max y los fagocitos blancos, Big Sur, Un domingo después de la guerra, etc. Ese grito libertario y sincero, embriagador, que parece surgir de las más profundas grietas del ser humano y que, pese a esporádicas notas de angustia y desesperación, irradia una fuerza y un optimismo como pocos autores han logrado plasmar en la literatura.
Porque como el propio Miller afirmó: Dios se encuentra en todo hombre. Y partiendo de semejante premisa, todos los milagros son posibles.
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