LA NEGRA
Se puso el abrigo para salir, pero antes se acercó hasta el dormitorio donde reposaba su anciano marido. El pobre hombre llevaba varias semanas enfermo, lo malo es que no mostraba signos de mejorar.
- Voy a salir. Enseguida vuelvo.
El enfermo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Ella, anciana también, salió del dormitorio y se dirigió a la puerta de salida.
En la calle hacía frío. Se abrochó el abrigo. Al hacerlo notó que uno de los botones centrales estaba medio suelto y que el hilo que lo unía al tejido estaba deshilachado. Quiso comprobar su consistencia y se quedó con el botón en la mano.
- ¡Porras!
Tiró de los hilos que habían quedado expuestos y los fue quitando uno a uno para que no quedase huella. Pensó en cómo iba a coser de nuevo el botón. Enhebrar una aguja era una tarea que le resultaba imposible por mucho que se pusiese las gafas. Tampoco podía pedir ayuda a ningún vecino. En el edificio ya no quedaban conocidos. Los viejos vecinos se habían ido muriendo poco a poco, o sus familiares se los llevaron para dejarlos en asilos y hospitales. Los nuevos ni siquiera se dignaban a devolverle los buenos días cuando coincidían en el ascensor. De haber tenido a alguien de confianza, le habría encargado que vigilase a su marido mientras ella estaba fuera de casa. Estamos solos- pensó con resignación. Las bombillas de las farolas se fueron encendiendo. La luz iluminó unos pocos copos de nieve que, más que caer, flotaban a media altura mecidos por el viento. El frío se colaba por el hueco del abrigo sin abotonar y tuvo que agarrar la zona y taponarla con la mano para evitar un posible resfriado, con su marido en las últimas era lo único que le faltaba para que la mala suerte se cebase con ella. Observó la algarabía de gentío y tráfico. La ciudad crecía y se modernizaba a pasos agigantados, mientras que ella cada día que pasaba se sentía más vieja e insignificante. Ya no hay sitio para nosotros en este mundo- se dijo. No reconocía los comercios, la mayoría eran tiendas nuevas. Todo era tan distinto, todo estaba diseñado para la gente joven. Los cajeros, las máquinas expendedoras, los mandos del televisor, la lavadora… todo funcionaba apretando un botón, pero de todos los botones ¿cuál era el indicado? ella nunca lo sabía y se sentía inútil y tonta. No, ya no había sitio en el mundo para ellos. Su marido pronto moriría, cosas de la edad, y ella se quedaría más sola que nunca, sin otra cosa que hacer que esperar su hora. Era triste llegar a esos extremos. Era triste llegar a esas edades. Se adentró en el casco antiguo. Vio a los hombres en las tabernas brindando por el fin de la jornada. Siguió calle abajo sorteando grupos de estudiantes que reían y hablaban subidos de tono. Por fin llegó al destino previsto e hizo amago de entrar en el local. El portero, un tipo corpulento y con la cabeza a cepillo, le dio el alto.
- ¿Dónde va usted?
- Dentro.
- ¿Sabe dónde está entrando?
- Claro.
- ¿Está usted segura?
- Sí señor, esto es un prostíbulo.
- Perdone mi indiscreción… ¿Le puedo preguntar por qué quiere entrar en un sitio como éste?
- Para qué va a ser. Para contratar los servicios de una prostituta.
El portero la miró extrañado. No comprendía que una anciana necesitase las atenciones de una puta. De todas formas él había visto cosas mucho más raras en aquel lugar, así que le abrió la puerta y se dispuso para dejarla pasar. Antes de entrar la anciana preguntó:
- ¿Aquí tienen negras?
- Tenemos una.
- ¿Es guapa?
- Sí, mucho.
- ¿Cómo se llama ella?
- Yamila.
La anciana entró en el prostíbulo y avanzó hacia el bar. Apenas había clientes y la mayoría de las putas estaban sentadas alrededor de la barra hablando entre ellas. Cuando la anciana irrumpió todas las miradas se posaron en ella. No era corriente ver a una octogenaria visitando el lugar. La anciana escrutó el garito buscando a Yamila, al no encontrarla decidió preguntar al camarero.
- Joven, ¿sabe usted dónde está Yamila?
- En estos momentos está ocupada. Si quiere algo con ella tendrá que esperar.
- Muy bien, esperaré.
- ¿Quiere tomar algo mientras tanto?
- ¿Es obligatorio?
- No.
- Entonces no… Bueno, un poco de agua del grifo, si no es molestia.
La anciana esperó dando pequeños sorbos al agua del vaso. Era la primera vez que pisaba un prostíbulo. Observó el lupanar con curiosidad. Todo tenía un aspecto deprimente y oscuro. Se dio cuenta de que las putas la miraban de reojo, no le importó, era consciente de que estaba fuera de lugar y que allí no pegaba ni con cola, pero estaba acostumbrada. Hacía ya mucho que el mundo la había dejado al margen de todo, sentirse fuera de lugar estaba a la orden del día.
Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho, se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo para abordarla.
Al cuarto de hora Yamila bajó por las escaleras acompañada de un cliente satisfecho, se le veía en la estúpida sonrisa que colgaba de su cara. La anciana esperó a que se despidiera del tipo para abordarla.
- Perdone señorita, ¿podría hablar un momento con usted?
- ¿Pasa algo?
- No, no pasa nada. Yo solo quería saber cuánto me costaría contratar sus servicios.
Yamila miró a su alrededor buscando las caras de sus compañeras, creyendo que éstas le estaban gastando una broma.
- ¿Habla en serio?
- Totalmente.
Yamila sopesó la oferta intentando decidir si la rechazaba o no. Finalmente resolvió que ella era una profesional y si una anciana solicitaba sus servicios estaba obligada a ofrecérselos.
- Por media hora cobro sesenta euros, por una hora cien. Y le advierto que yo no hago cosas raras.
- No se preocupe, solo quiero que se desnude delante de mi marido.
- ¿Su marido?
- Sí, el pobre está enfermo en la cama. Hoy es su cumpleaños, cumple noventa y dos años.
- Esos son muchos años.
- Sí, hija. Demasiados.
- ¿Y sólo tengo que desnudarme?
- Como comprenderá mi marido ya no tiene ánimo para más.
- Está bien.
Las dos mujeres se pusieron en camino.
- Me permite tomarla del brazo.
- Claro, agárrese.
Yamila se sintió conmovida cuando la anciana se agarró a ella. Por un momento se acordó de su abuela materna, una avalancha de emociones olvidadas estuvo a punto de humedecerle los ojos. Decidió iniciar una conversación para alejarse de todos aquellos recuerdos.
- Debe querer mucho a su marido para hacer esto por él.
- El pobre, siempre ha tenido la obsesión de ver a una negra desnuda, pero nunca ha podido cumplir su sueño.
- Con los hombres nunca se sabe.
- Lo sé, pero mi marido, en los más de sesenta años que llevamos de casados siempre me ha sido fiel, se lo aseguro. Lo sé porque es un buen hombre sin un ápice de malicia. Toda su vida ha estado pendiente de mí. Estando a su lado nunca me ha faltado de nada, me lo ha dado todo. Ahora me toca a mí darle algo. El pobrecito se muere y antes de que Dios se lo lleve a su lado quiero que su sueño se haga realidad.
- Eso es muy bonito.
Cuando entraron en la casa la anciana se llevó el índice a sus labios, indicándole a Yamila que guardase silencio. Las mujeres se dirigieron directamente al dormitorio, pero antes de entrar la anciana le hizo un gesto para que esperase en el pasillo. Después ella cruzó la puerta del dormitorio.
- ¡Feliz cumpleaños, mi amor!
El anciano trató de incorporarse pero solo tuvo fuerzas para un amago de sonrisa. Ella se acercó a la cama y le acarició la cara con el dorso de la mano.
- Ya pensabas que me había olvidado ¿eh?
Apretó la mejilla contra la mano de su esposa.
- Tengo una sorpresa para ti…
Él la miró con curiosidad.
- Ya puedes entrar.
Yamila entró en el dormitorio en plan seductor. El anciano observó a la desconocida totalmente asombrado.
- Cariño, te presento a Yamila.
De repente la pesada máscara de la enfermedad desapareció de la cara del anciano y un brillo vital se reflejó en sus pupilas.
- Yamila tiene algo para ti, así que os dejo solos.
Yamila avanzó hasta los pies de la cama y empezó a desabrocharse la camisa. Mientras tanto la anciana se dirigió al salón. Se quitó el abrigo y dejó el botón descosido sobre la mesa. Abrió el cajón de uno de los muebles y sacó la caja de la costura. Sabía de antemano que era una batalla perdida, pero aun así se puso las gafas e intentó enhebrar una aguja.
Llevaba más de un cuarto de hora pretendiendo acertar con el hilo cuando Yamila entró en el salón.
- ¿Ya?
- Sí.
La anciana sonrió satisfecha e hizo un nuevo intento por enhebrar la dichosa aguja. Nada, no había manera de pasar el hilo a través del hueco. Viendo las dificultades de la anciana, Yamila se ofreció a ayudarla
- Déjeme a mí.
- Te lo agradezco, hija, porque soy incapaz.
- Su marido quiere verla.
- Pues voy a ver qué quiere.
Se quitó las gafas y salió del salón. Yamila enhebró la aguja al primer intento.
El enfermo sonreía de oreja a oreja cuando entró su esposa.
- ¿Estás contento?
El anciano asintió sin dejar de sonreír.
- Me alegro.
Él susurró algo y ella le respondió:
- Yo también te quiero.
Se inclinó sobre él y le beso en los labios.
Cuando regresó al salón encontró a Yamila terminando de coser el botón en el abrigo.
- Pero hija, no se tendría que haber molestado.
- No es ninguna molestia, además ya está.
Efectivamente el botón estaba firmemente cosido al abrigo.
- Es muy amable.
- No ha sido nada.
- Lo digo por todo lo que ha hecho. Se lo agradezco con el corazón.
- Ha sido un placer.
- Por cierto, tengo que pagarle. Dígame cuánto le debo.
La anciana echó mano del monedero y sacó unos billetes.
- ¿Sabe qué?... No voy a cobrarle.
- Hija, cómo dices eso. Es tu trabajo…
- No, esto no ha sido trabajo, se lo aseguro. Esto ha sido algo muy bonito y agradable de hacer. Por eso no puedo cobrarle nada.
El gesto de Yamila conmovió a la anciana que sin poder remediarlo se le saltaron las lágrimas.
- Muchísimas gracias, hija. Hacía mucho tiempo que nadie se portaba tan bien con nosotros.
- Gracias a usted por darme la oportunidad de hacer algo tan… decente.
Las dos mujeres se abrazaron y permanecieron así durante unos segundos.
- Bueno, yo tengo que volver a mi trabajo.
- Espera un momento.
La anciana salió del salón. Al rato regresó sosteniendo una bolsa.
- Llévate estos chorizos. Los mejores que puedas encontrar, son de Guijuelo. Me los envía una sobrina que vive allí con su marido.
- Mire, a eso no le voy a decir que no.
Yamila cogió la bolsa.
- ¿Sabe?... Usted me recuerda a mi abuela materna. Por eso me gustaría pedirle algo.
- Claro hija, lo que quieras.
- Me gustaría darle un beso.
- Todos los que quieras.
Se besaron como lo harían una madre y su hija. Luego se despidieron para seguir con sus vidas.
® pepe pereza (del libro “Putas”)
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