Esta casa se
degrada día a día. Es un piso viejo, destartalado, que un amigo me prestó para
que viviese en él hasta que encontrase algo mejor. De eso hace dos años. La
vivienda está ubicada en el segundo piso del edificio nº1 de la calle Oviedo, cerca
de la estación de autobuses. Un inmueble de tres plantas que comparto con un
matrimonio que vive en el primero. El resto de los pisos están vacíos. El que
habito no tiene agua caliente ni calefacción. Carece de ducha y de cualquiera
de las comodidades que posee una casa normal. No me quejo, no pago alquiler.
Tampoco gasto en electricidad, ya que al ser una casa antigua, el contador está
dentro de la vivienda y lo tengo trucado.
Me vine aquí con el propósito de escribir
una novela. Iluso de mí. Aparte de unos vanos intentos, lo único que he hecho
en todo este tiempo es vaguear y colocarme. Miro a mi alrededor y me deprimo. Con
el sol dando de lleno en las paredes quedan en evidencia las grietas, los
desconchones, las manchas de nicotina y las huellas secas de humedad. La
podredumbre se clava en las pupilas. Me asomo a la ventana. La tarde luce
bonita. De nada sirve encerrarme si las palabras no acuden. Por otro lado, sé
que lo que busco solo lo voy a encontrar dentro de mí, muy dentro, en las
profundidades de mi ser. Llegar tan hondo, tan abajo, requiere esfuerzo. Para
ello necesito arañar, escarbar, hurgar. Meter la mano y arrancar los
sentimientos como si fueran las vísceras de un pescado. Ahora mismo estoy harto
de mirarme las tripas y ver solamente el color de la hiel. Es triste pasar las
horas, los días, los meses, incluso años, delante de un papel en blanco. Desperdiciando
una vida entera en ello.
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