Portada de PEDRO ESPINOSA
Detrás de los
párpados sueños que no acertaría a explicar. De golpe: una radial. Al punto: un
taladro. Abro los ojos. Son las nueve y diez de la mañana. El ruido retumba por
la habitación haciendo vibrar las paredes.
A través de la
mirilla veo que en el piso de al lado han empezado a hacer obras. Del interior
sale una nube de polvo acompañada del ruido demencial de las máquinas. Por las
escaleras suben dos obreros cargando sacos de arena y cemento. Lo meten dentro
de la vivienda y bajan a por más. Da la impresión de que las obras van para
largo. Hasta ahora los únicos pisos habitados eran el mío y el de abajo. Según
parece, alguien se va a mudar al de enfrente. Regreso al dormitorio para
vestirme. El segundero del despertador sigue sincronizado con el de mi reloj de
muñeca. Me gusta que sea así. Tengo hambre. Nico maúlla al otro lado de la
puerta. Él también tiene hambre. La situación no puede ser peor. Debería hacer
caso a mi madre y encontrar un trabajo. Algo temporal que me haga salir de esta
ruina. Aquí no se puede estar por culpa del ruido. Me preparo para salir. Antes
rebusco por la casa hasta que consigo juntar unas pocas monedas, las justas
para un café.
En la
cafetería pido un cortado. La camarera se gira hacia la cafetera y aprovecho
para darle un repaso con la mirada. Tiene un culo perfecto. Además, sus
vaqueros de cintura baja dejan a la vista la goma roja del tanga. El abuelo que
está a mi lado se ha quedado con la jugada.
-Si yo tuviera
tus años, ten por seguro que al final del día esa preciosidad estaría entre mis
brazos.
Le creo. A pesar de su edad, conserva
un brillo juvenil en la mirada. La camarera me trae el café. El anciano se
dirige a ella y adoptando una pose de galán de la vieja escuela le pregunta:
-Guapa ¿qué
tengo que hacer para que te cases conmigo?
Ella se ruboriza. Antes de que
pueda contestar, el vejete se anticipa y le dice:
-No respondas,
ya pensaré en algo.
Dicho esto, deja un billete sobre
la barra señalando su bebida y la mía. Sin esperar el cambio me guiña un ojo y
se dirige a la salida. Antes de desaparecer me lanza tres palabras.
-A por ella.
La camarera, aún ruborizada, se
aparta para meter el dinero en la caja registradora. Quiero seguir el consejo
del abuelo, pero hay algo en el ambiente que me dice que no me moleste. Quizás
sea el polvo que se acumula encima de las botellas o la luz grasienta del sol,
puede que la voz del ciego que grita desde la esquina: últimos números para hoy.
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