Hizo autostop, pero su aspecto era tan descuidado (llevaba casi dos años sin afeitarse ni cortarse el pelo) que casi nadie se atrevió a recogerlo.
Le costó tres días llegar a su ciudad. La ciudad en apariencia no había cambiado. Sin embargo, los ruidos a los que antaño estaba acostumbrado ahora le parecían insoportables y estridentes. Y los olores que antes le eran familiares, ahora le resultaban, como poco, nauseabundos. El aire estaba viciado. Todo se movía demasiado deprisa. Por todas partes había un exceso de gente y vehículos. No recordaba que la vida en la ciudad fuera tan insoportable. En el bosque se había acostumbrado a un ritmo tan diferente que se sintió como un extraterrestre. Llegó frente a su antigua casa. El jardín estaba más descuidado, por lo demás todo parecía igual que siempre. Llamó a la puerta y esperó a que abrieran. Lo hizo su mujer. Estaba embarazada de seis meses y lucía una soberana barriga. Ella, de primeras, no le reconoció y pensó que era un vagabundo cualquiera.
- En esta casa no damos limosnas. – dijo con cierto desdén. Y se dispuso a cerrar la puerta.
- Marta, soy yo… tu marido.
Ella lo miró de arriba abajo. Cuando le reconoció se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa. No podía creerse que esa especie de Robinsón Crusoe fuese su marido. Fue como estar delante de un fantasma.
- Te creíamos muerto. – admitió ella con el gesto lívido.
- Pues ya ves que no lo estoy… ¿Puedo pasar?
- Claro. Pasa…
Ella se apartó a un lado y le dejó paso. Él se quitó la mochila de la espalda y la dejó junto al paragüero de la entrada. La caña de pescar la metió en el paragüero. (De la lanza se había desecho durante el camino. Suficiente tenía con su descuidado aspecto, como para encima ir por ahí haciendo dedo con una lanza)
- ¿Tienes hambre? Estaba preparando la comida… - dijo ella guiándole hasta la cocina.
- Llevo tres días sin comer – admitió él.
- ¡Dios mío! No me extraña que estés tan delgado.
- Sí, he perdido algo de peso.
- ¡Algo! Te has quedado en los huesos. Ahora mismo te preparo un buen chuletón, con ajito frito y pimientos. Como a ti te gustaba.
- Vale… Aunque llevo tanto sin probar la carne que no sé si mi estomago lo admitirá.
- ¿Te has vuelto vegetariano?
- No, no es eso. Últimamente solo como pescado.
- Entonces te vendrá bien un poco de carne. Así recuperas fuerzas…
Ella ya había puesto una sartén al fuego y había sacado el chuletón de la nevera. Así qué él dejó de poner reparos.
- Veo que vas a ser madre.
- Sí…
Él notó como ella casi se echa a llorar e intuyó que algo le iba mal.
- ¿Te encuentras bien? – preguntó él por si podía ayudar en algo.
- Sí, estoy bien.
Él sabía que ella estaba mintiendo pero no quiso insistir.
- ¿Por qué te fuiste? – Le preguntó ella.
Él se lo pensó bien antes de responder. Luego añadió:
- Supongo que porque ya no me querías.
Después de su contestación se produjo un incomodo silencio en el que ninguno de los dos dijo nada. Ella se limitó a pelar unos cuantos ajos. Él, por su parte, no pudo evitar deleitarse con el aroma que desprendía la carne asándose al fuego. De pronto y sin previo aviso, el silencio se vio interrumpido por el lamento quejumbroso de sus tripas, las de él. Fue tan evidente que ambos terminaron riéndose.
- Queda claro que estás hambriento. – dijo ella sonriendo.
- Pregúntale si no a mis tripas. – bromeó él.
De nuevo se rieron.
Ella terminó de picar los ajos y los echó a la sartén haciendo crepitar el aceite. La cocina se llenó con aroma de los ajos friéndose junto a la carne.
- ¿Y a qué has venido? – Le preguntó ella sin quitar la vista de la sartén.
- A matarte.
Ella siguió sin levantar la vista de la sartén.
- ¿Los pimientos los prefieres verdes o rojos?
- Verdes.
Ella abrió la nevera y sacó un par de pimientos verdes del compartimiento de las verduras. Después, sobre la mesa, los fue troceando.
- ¿Así que has venido a matarme?
- En un principio sí.
- ¿Y puedo saber por qué?
- Por engañarme con Ricardo, mi mejor amigo.
- Entonces… ¿sabías lo nuestro?
- Pues sí… Os ví. La verdad es que no os tomabais demasiadas molestias para ocultármelo. Quiero decir que el gilipollas de Ricardo aparcaba en frente de casa como si no le importara que yo lo viera.
- Yo también le advertí de que no aparcara en frente, pero ya sabes como es Ricardo.
Añadió otra sartén al fogón y cuando el aceite se calentó echó en ella los trozos de pimiento verde. El chuletón estaba en su punto, así que lo sacó de la sartén junto a los ajos y lo sirvió en un plato. Le puso el plato en frente, junto con un cuchillo, un tenedor y algo de pan.
- Vete comiéndote el chuletón mientras se terminan de hacer los pimientos.
- ¡Hum! Huele de maravilla.
- ¿Quieres un poco de vino?
- Por favor.
Ella le sirvió un vaso de vino. El cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
- ¡Joder, es lo mejor que he comido en años! – dijo con la boca llena.
- Y bien ¿Qué piensas hacer?
- ¿Respecto a qué?
- Respecto a mí ¿vas a matarme?
- Dado tu estado no puedo hacerlo. Tu hijo es inocente y no tiene la culpa de lo que nos hayamos hecho tú y yo.
- ¿Entonces?
- Entonces, no me queda otra que perdonarte. Si te parece bien.
- Me parece bien.
- Pues eso… que te perdono.
- Gracias.
- De nada.
- ¿Los pimientos los prefieres muy hechos?
- No mucho.
Ella retiró la sartén del fuego y se los sirvió directamente en el plato.
- ¿Quién es el padre?
- ¿Quién va a ser?
- ¿Ricardo?
- Tú lo has dicho.
- ¿Y dónde está él?
- Hace más de tres meses que se marchó y desde entonces no he sabido nada de él…
Después de comer él le dijo que tenía que irse. Ella le invitó a que se diera un baño y él aceptó. De paso, aprovechó para afeitarse y cortarse el pelo. Si tenía que regresar a dedo lo mejor era adecentarse todo lo posible. Ella le había dejado ropa limpia, ropa de él, que aún conservaba en el fondo del armario. Cuando salió del cuarto de baño parecía otro, alguien mucho más joven.
- Menudo cambio. Has dejado de parecerte a Robinsón Crusoe… – dijo ella atusándole el cabello. - …aunque lo tuyo no es la peluquería. Déjame que te arregle un poco el pelo.
Ella cogió unas tijeras y él se sentó en una silla. Ella le fue cortando el pelo, tratando de disimular las trasquiladuras que él mismo se había hecho. Cuando terminó, él se dispuso para partir.
- ¿Por qué no te quedas conmigo? Yo ahora necesito un buen hombre y pronto mi hijo necesitará un padre.
- No, eso no es posible. Yo ahora tengo una vida diferente, al igual que tú. Nuestros caminos se separaron y ya no hay quien los una.
- Suponía que dirías algo así. De hecho, te he metido en la mochila algo de comida y unas cuantas mudas limpias. También ropa de abrigo, aunque ahora hace buen tiempo más tarde la necesitarás.
- Gracias. Me vendrá bien…
Él se cargó la mochila al hombro y recogió la caña del paragüero. Ella le abrió la puerta y él salió al jardín.
- Cuídate. – Le dijo él acariciándole suavemente la barbilla.
- Lo mismo te digo.
Él caminó calle abajo. Ella se quedó observando su partida desde el marco de la puerta. Cuando iba por medio de la calle, él se giró.
- ¿Cómo se va a llamar?... Me refiero a tu hijo.
- Aún no lo sé. - respondió ella.
Y dicho esto, él siguió caminando y ella entró en la casa. Notó como el bosque le llamaba desde la lejanía y él apresuró sus pasos para llegar lo antes posible.
Le costó tres días llegar a su ciudad. La ciudad en apariencia no había cambiado. Sin embargo, los ruidos a los que antaño estaba acostumbrado ahora le parecían insoportables y estridentes. Y los olores que antes le eran familiares, ahora le resultaban, como poco, nauseabundos. El aire estaba viciado. Todo se movía demasiado deprisa. Por todas partes había un exceso de gente y vehículos. No recordaba que la vida en la ciudad fuera tan insoportable. En el bosque se había acostumbrado a un ritmo tan diferente que se sintió como un extraterrestre. Llegó frente a su antigua casa. El jardín estaba más descuidado, por lo demás todo parecía igual que siempre. Llamó a la puerta y esperó a que abrieran. Lo hizo su mujer. Estaba embarazada de seis meses y lucía una soberana barriga. Ella, de primeras, no le reconoció y pensó que era un vagabundo cualquiera.
- En esta casa no damos limosnas. – dijo con cierto desdén. Y se dispuso a cerrar la puerta.
- Marta, soy yo… tu marido.
Ella lo miró de arriba abajo. Cuando le reconoció se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa. No podía creerse que esa especie de Robinsón Crusoe fuese su marido. Fue como estar delante de un fantasma.
- Te creíamos muerto. – admitió ella con el gesto lívido.
- Pues ya ves que no lo estoy… ¿Puedo pasar?
- Claro. Pasa…
Ella se apartó a un lado y le dejó paso. Él se quitó la mochila de la espalda y la dejó junto al paragüero de la entrada. La caña de pescar la metió en el paragüero. (De la lanza se había desecho durante el camino. Suficiente tenía con su descuidado aspecto, como para encima ir por ahí haciendo dedo con una lanza)
- ¿Tienes hambre? Estaba preparando la comida… - dijo ella guiándole hasta la cocina.
- Llevo tres días sin comer – admitió él.
- ¡Dios mío! No me extraña que estés tan delgado.
- Sí, he perdido algo de peso.
- ¡Algo! Te has quedado en los huesos. Ahora mismo te preparo un buen chuletón, con ajito frito y pimientos. Como a ti te gustaba.
- Vale… Aunque llevo tanto sin probar la carne que no sé si mi estomago lo admitirá.
- ¿Te has vuelto vegetariano?
- No, no es eso. Últimamente solo como pescado.
- Entonces te vendrá bien un poco de carne. Así recuperas fuerzas…
Ella ya había puesto una sartén al fuego y había sacado el chuletón de la nevera. Así qué él dejó de poner reparos.
- Veo que vas a ser madre.
- Sí…
Él notó como ella casi se echa a llorar e intuyó que algo le iba mal.
- ¿Te encuentras bien? – preguntó él por si podía ayudar en algo.
- Sí, estoy bien.
Él sabía que ella estaba mintiendo pero no quiso insistir.
- ¿Por qué te fuiste? – Le preguntó ella.
Él se lo pensó bien antes de responder. Luego añadió:
- Supongo que porque ya no me querías.
Después de su contestación se produjo un incomodo silencio en el que ninguno de los dos dijo nada. Ella se limitó a pelar unos cuantos ajos. Él, por su parte, no pudo evitar deleitarse con el aroma que desprendía la carne asándose al fuego. De pronto y sin previo aviso, el silencio se vio interrumpido por el lamento quejumbroso de sus tripas, las de él. Fue tan evidente que ambos terminaron riéndose.
- Queda claro que estás hambriento. – dijo ella sonriendo.
- Pregúntale si no a mis tripas. – bromeó él.
De nuevo se rieron.
Ella terminó de picar los ajos y los echó a la sartén haciendo crepitar el aceite. La cocina se llenó con aroma de los ajos friéndose junto a la carne.
- ¿Y a qué has venido? – Le preguntó ella sin quitar la vista de la sartén.
- A matarte.
Ella siguió sin levantar la vista de la sartén.
- ¿Los pimientos los prefieres verdes o rojos?
- Verdes.
Ella abrió la nevera y sacó un par de pimientos verdes del compartimiento de las verduras. Después, sobre la mesa, los fue troceando.
- ¿Así que has venido a matarme?
- En un principio sí.
- ¿Y puedo saber por qué?
- Por engañarme con Ricardo, mi mejor amigo.
- Entonces… ¿sabías lo nuestro?
- Pues sí… Os ví. La verdad es que no os tomabais demasiadas molestias para ocultármelo. Quiero decir que el gilipollas de Ricardo aparcaba en frente de casa como si no le importara que yo lo viera.
- Yo también le advertí de que no aparcara en frente, pero ya sabes como es Ricardo.
Añadió otra sartén al fogón y cuando el aceite se calentó echó en ella los trozos de pimiento verde. El chuletón estaba en su punto, así que lo sacó de la sartén junto a los ajos y lo sirvió en un plato. Le puso el plato en frente, junto con un cuchillo, un tenedor y algo de pan.
- Vete comiéndote el chuletón mientras se terminan de hacer los pimientos.
- ¡Hum! Huele de maravilla.
- ¿Quieres un poco de vino?
- Por favor.
Ella le sirvió un vaso de vino. El cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca.
- ¡Joder, es lo mejor que he comido en años! – dijo con la boca llena.
- Y bien ¿Qué piensas hacer?
- ¿Respecto a qué?
- Respecto a mí ¿vas a matarme?
- Dado tu estado no puedo hacerlo. Tu hijo es inocente y no tiene la culpa de lo que nos hayamos hecho tú y yo.
- ¿Entonces?
- Entonces, no me queda otra que perdonarte. Si te parece bien.
- Me parece bien.
- Pues eso… que te perdono.
- Gracias.
- De nada.
- ¿Los pimientos los prefieres muy hechos?
- No mucho.
Ella retiró la sartén del fuego y se los sirvió directamente en el plato.
- ¿Quién es el padre?
- ¿Quién va a ser?
- ¿Ricardo?
- Tú lo has dicho.
- ¿Y dónde está él?
- Hace más de tres meses que se marchó y desde entonces no he sabido nada de él…
Después de comer él le dijo que tenía que irse. Ella le invitó a que se diera un baño y él aceptó. De paso, aprovechó para afeitarse y cortarse el pelo. Si tenía que regresar a dedo lo mejor era adecentarse todo lo posible. Ella le había dejado ropa limpia, ropa de él, que aún conservaba en el fondo del armario. Cuando salió del cuarto de baño parecía otro, alguien mucho más joven.
- Menudo cambio. Has dejado de parecerte a Robinsón Crusoe… – dijo ella atusándole el cabello. - …aunque lo tuyo no es la peluquería. Déjame que te arregle un poco el pelo.
Ella cogió unas tijeras y él se sentó en una silla. Ella le fue cortando el pelo, tratando de disimular las trasquiladuras que él mismo se había hecho. Cuando terminó, él se dispuso para partir.
- ¿Por qué no te quedas conmigo? Yo ahora necesito un buen hombre y pronto mi hijo necesitará un padre.
- No, eso no es posible. Yo ahora tengo una vida diferente, al igual que tú. Nuestros caminos se separaron y ya no hay quien los una.
- Suponía que dirías algo así. De hecho, te he metido en la mochila algo de comida y unas cuantas mudas limpias. También ropa de abrigo, aunque ahora hace buen tiempo más tarde la necesitarás.
- Gracias. Me vendrá bien…
Él se cargó la mochila al hombro y recogió la caña del paragüero. Ella le abrió la puerta y él salió al jardín.
- Cuídate. – Le dijo él acariciándole suavemente la barbilla.
- Lo mismo te digo.
Él caminó calle abajo. Ella se quedó observando su partida desde el marco de la puerta. Cuando iba por medio de la calle, él se giró.
- ¿Cómo se va a llamar?... Me refiero a tu hijo.
- Aún no lo sé. - respondió ella.
Y dicho esto, él siguió caminando y ella entró en la casa. Notó como el bosque le llamaba desde la lejanía y él apresuró sus pasos para llegar lo antes posible.
3 comentarios:
Es duro aceptarlo y da pena pero la vida da giros que no dan opción a rectificar...
Buen final, el mejor fragmento de todos, sin desmerecer al resto. Esa escena en la cocina, esa despedida...
Un saludo!!
Estoy de acuerdo con los dos.
Begoña, está claro que hay caminos sin retorno.
Javier, yo también opino que es el mejor corte, aunque claro, soy el menos indicado para decirlo.
Un abrazo a ambos.
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