sábado, 11 de abril de 2009

UN DÍA CUALQUIERA

foto de pepe pereza
El sol, a punto de elevarse, se perfilaba en las siluetas de los edificios de la ciudad. La luz cambiante del alba teñía de ámbar y grana el conjunto de nubes que flotaban por encima de los tejados. Las cigüeñas volaban hacia los basureros y los aviones dejaban líneas blancas en el cielo, como si fueran rayas de cocaína sobre un espejo. Él disfrutaba del espectáculo desde su ventana con una humeante taza de café entre las manos y un porro sujeto entre la comisura de los labios. El humo dulzón del canuto y el sabor del café siempre formaron una buena simbiosis, uno potenciaba el sabor del otro y viceversa. Expulsó el humo de sus pulmones contra un rayo de sol y contempló anonadado los caracteres sinuosos de las volutas. Cuando el sol se asomó por encima de los tejados, él recibió en su cara una aterciopelada caricia de luz y calor que le hicieron estremecerse como un gato que se despierta de la siesta. Las semanas anteriores habían sido una retahíla de días grises y lluviosos, donde el frío y el viento tuvieron papeles protagonistas. Por eso, la presencia de un sol primaveral era tan de agradecer. Apuró el café saboreando el último trago y siguió embobado mirando por la ventana. Vivía en un barrio nuevo de las afueras, rodeado de parques y desde su ventana tenía una amplia panorámica de la ciudad. El espectáculo de la salida del sol era de sus preferidos y siempre que podía desayunaba delante de la ventana admirando el acontecimiento, acompañándose de un café y del humo espeso y narcotizante de un canuto. Sin duda era la mejor manera de empezar el día. Se mantuvo así hasta que el porro se consumió y tuvo que apartarse de la ventana para apagarlo en el cenicero. Miró el reloj de muñeca, eran las ocho y veintinueve, aún le daba tiempo para desalojar sus tripas y hacerse otro porro para el camino.
Mientras conducía hacia el Palacio de Congresos iba escuchando una emisora de música rock. El tema que se oía por los altavoces era de Janis Joplin, concretamente se trataba de “Cry Baby”. Abrió ligeramente la ventanilla de la derecha para que el interior del vehículo se despejase del humo de hachís. Aprovechando que la ventanilla estaba abierta exhaló una bocanada en esa dirección. Llegó a la rotonda de La Fuente de Murrieta y trató de hacerse un hueco entre los demás vehículos. Él odiaba esa rotonda y más a esa hora de la mañana cuando toda la ciudad tomaba ese mismo camino para dirigirse a sus respectivos trabajos. Después de girar a la derecha y salir de la rotonda se sintió más relajado y aspiró del porro que llevaba sujeto entre sus labios. El porro se había apagado y tuvo que encenderlo de nuevo. Al hacerlo apartó la vista de la carretera durante una milésima de segundo para poder atinar con la punta del canuto dentro del encendedor. Como consecuencia estuvo a punto de golpear el coche que iba por delante, afortunadamente se dio cuenta de la proximidad del automóvil y consiguió pisar el freno a tiempo. Se maldijo a si mismo por el descuido y centró toda su atención en la carretera. La locutora hizo la presentación del siguiente tema y la música salió de los altavoces. Era Nick Cave haciendo una versión del tema de Leonard Cohen llamado “I´m Your Man”. Apagó el porro estrujándolo contra el fondo del cenicero y subió la ventanilla. Sin el aire entrando por el hueco de la ventanilla la canción alcanzó todo su esplendor y él siguió el ritmo golpeando con los dedos sobre el volante. Enfiló la rampa que conducía al aparcamiento del Palacio de Congresos y aparcó enfrente de la puerta de entrada al muelle de carga del escenario. El edificio era enorme y proyectaba su sombra sobre el camino que bordeaba la orilla del río. Eran las nueve menos tres minutos. El único coche que había en el aparcamiento era el suyo. Apagó el motor y subió el volumen de la radio. Nick Cave sonaba de maravilla a esas horas de la mañana. Le extrañó que no hubiera nadie esperando. Normalmente los de carga y descarga siempre solían llegar cinco minutos antes. Siguió dentro del coche hasta que la canción llegó a su fin, entonces sacó la llave del contacto y salió. El sol seguía alzándose en el cielo y él se ajustó las gafas de sol antes de presionar la cerradura electrónica del automóvil. Un “Clip, clip” resonó por todo el aparcamiento espantando a un grupo de gorriones que picoteaban junto al los jardines de césped. Se acercó a la puerta metálica del gran edificio y se apoyó en la pared al amparo del sol. Era agradable estar allí, como un reptil calentándose la sangre. Sin embargo un presentimiento le decía que le habían hecho venir una hora antes. Se encendió un cigarro y fumó apoyado en la pared. Viendo que eran las nueve y que nadie aparecía cogió su móvil, marcó unos números.

- Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
- (Con voz somnolienta) A las diez.
- ¡Me cago en la hostia puta! Ayer me dijiste a las nueve.
- Hostia, me confundí.
- ¡Joder, tío!...
- Lo siento.
- No pasa nada… Aprovecharé para tomar un café. Nos vemos a las diez.
- Hasta luego.

No era la primera vez que le hacían algo así. Maldijo en silencio mientras se acercó al coche. El “Clip, clip” se escuchó de nuevo en el aparcamiento. Entró en el vehículo y sopesó la idea de regresar a casa, total solo estaba a diez minutos y descontando el tiempo de ir y de regresar aún le quedaba media hora para fumarse otro canuto. Arrancó el motor. Mejor iría a una cafetería cercana y se tomaría un café mientras leía el periódico, aunque se acordó que no se había traído las gafas de cerca con lo cual solo acertaría a leer los titulares. Salió del aparcamiento rumbo a la cafetería. En la radio sonaba el tema de Radiohead “Just”.
Aparcó en doble fila dejando las luces de posición encendidas. Se apeó del coche y entró en la cafetería. Hoy le tocaba el turno de mañana a la camarera rumana que le tenía medio enamorado, estaba de suerte. Aunque, por otro lado, la barra estaba a tope y todos los periódicos ocupados. Cuando le llegó el turno pidió un café cortado haciendo gala de su mejor sonrisa. La rumana, carente de cualquier signo de simpatía se limitó a darle la espalda para preparar, cara a la cafetera, el cortado. La rumana le dejó el café enfrente, él pagó la consumición y ella se dirigió a la caja. Le hubiera gustado decirle algo bonito que llamara su atención pero no encontró nada que estuviese a la altura deseada. Enseguida otro cliente reclamó los servicios de la camarera. Él se tomó el café sin dejar de observar a la rumana. Se encendió un cigarro y viendo que solo le quedaban cuatro cigarrillos se fue a la maquina expendedora y sacó un nuevo paquete de Wiston. Antes de salir del establecimiento quiso llamar la atención de la camarera levantando la mano en un gesto de despedida pero la rumana estaba muy ocupada y no se dio cuenta. Una vez dentro del coche apagó el cigarro y se lio un porro. En la radio Bob Dylan cantaba “Tweedle Dee and Tweedle”. Antes de encenderse el porro miró el reloj del panel de mando. Eran las nueve y veintisiete.
Llegó al aparcamiento de palacio de Congresos y aparcó en el mismo lugar que antes. Seguía siendo el único coche del aparcamiento. Dudó entre terminarse el porro dentro del coche o salir y caminar unos metros hasta la orilla del río. Se acordó de las noticias de la noche anterior donde avisaban que el caudal del Ebro estaba a punto de desbordarse en algunos de sus tramos. Debía decidir entre Bob Dylan o las crecidas aguas del Ebro. Salió del coche. “Clip, clip”. Caminó hasta los lindes de la orilla del río. Se estaba bien bajo el sol fumando del canuto. Las aguas del río bajaban bravas y turbias. Al otro lado de la orilla había una carretera que se extendía en paralelo surgiendo el recorrido del río. De vez en cuando las aguas arrastraban pequeños troncos arrancados por la crecida. Él comparó la velocidad de los coches que circulaban por la carretera con los troncos que arrastraba el río, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros. Apuró el porro hasta casi quemarse los labios y tiró la colilla a las aguas marrones. Siguió con la mirada su descenso en la corriente hasta que la perdió de vista. Algunos ancianos paseaban y también había gente corriendo y en bicicleta. Pensó en qué hacía aquella gente por allí, él tenía que trabajar y no le quedaba más remedio pero no conseguía entender por qué la gente madrugaba para algo tan insustancial como hacer footing. Decidió obviarlos a todos y concentrarse en las aguas del río. Recordó los veranos cuando era un adolescente e iba con sus amigos a bañarse junto a la presa. Por aquel entonces las aguas del Ebro estaban más limpias y la gente no dudaba en bañarse en ellas. De pronto algo llamó su atención. Era algo grande que arrastraba la corriente. Se quitó las gafas de sol para ver mejor. Era el cadáver de un caballo. Tenía la tripa tan hinchada que parecía el lomo de una ballena pequeña. La fuerza de la corriente le hacía girar sobre sí mismo, sacando y hundiendo de las aguas las rígidas patas del animal. Al pasar a su lado se fijó en que el cadáver no tenía ni ojos ni labios, con lo cual le quedaba al descubierto toda la dentadura. El gesto macabro del cuadrúpedo le revolvió las tripas y tuvo que reprimir un par de vómitos. El cadáver del caballo siguió girando sobre si mismo corriente abajo. Reflexionó sobre el destino y sobre todo el cúmulo de acontecimientos que tuvieron que pasar para que el cadáver del caballo y él coincidiesen en ese punto del río. Si no le hubieran citado una hora antes no lo habría visto. Necesitaba nicotina y se encendió un cigarro. Miró su reloj. Eran las diez menos diez. Le quedaban diez minutos para disfrutar del sol y de la nicotina. Todavía podía distinguir a lo lejos las patas de caballo entrando y saliendo de las aguas. Sintió pena por el animal muerto. Se puso las gafas de sol y regresó junto a la puerta metálica de acceso al muelle de carga del escenario. Apoyado contra la soleada pared recordó la descarnada dentadura del caballo. Era la sonrisa de la muerte, pensó. Un coche enfiló la rampa del aparcamiento. Era el de Raúl, el jefe de los técnicos, su jefe. El coche se detuvo junto a la puerta metálica. Raúl bajó la ventanilla y accionó el mando a distancia de la puerta metálica. Los mecanismos de la puerta se activaron y comenzó a elevarse.

- Siento mucho el despiste que he tenido. – se disculpó Raúl.
- No pasa nada. He aprovechado para tomar un poco el sol.
- Falta te hace. Estás pálido como un cadáver.
- Ya sabes que yo soy un ave nocturna.

Raúl soltó un par de carcajadas. Él sonrió con el cigarro entre la comisura de los labios. Prefirió no comentar nada del caballo. La puerta metálica terminó su ascenso y Raúl metió el coche dentro del muelle de carga. Él siguió apoyado contra la pared fumando del cigarro. Le esperaba un duro día de trabajo y decidió tomárselo con calma. Cuando el cigarro se consumió, lo arrojó por encima de su hombro, se despidió del sol y entró en el oscuro muelle de carga.

1 comentario:

Begoña Leonardo dijo...

Es curioso, me siento muy identificada. Cuando he tenido una experiencia impactante, me pasa como al protagonista, no lo cuento, no me sale desahogarme, prefiero guardármelo y retenerlo, no sé muy bien por qué. Después de un tiempo casi sin pensar lo lanzo y a lo mejor ni viene a cuento. Me ha gustado mucho, tiene unas imágenes cotidianas estupendas y lo del caballo, la representación de la muerte. Fuerte!
Un abrazo.