Llevaba todo el día con el estomago revuelto. No sabía si por los nervios previos a la corrida o simplemente, por algo que no terminaba de digerir. Su subalterno le había ayudado a enfundarse en el traje de luces, en silencio, con la solemnidad propia del momento. Al fin y al cabo, lo vestía para recibir la gloria o la muerte. Después, se había quedado solo para rezarle sus oraciones a la colección de estampitas expuestas en el altar plegable con el que viajaba. Se arrodilló y rogó a vírgenes y santos una tarde de gloria, sin percances ni cogidas. Al pensar en las cornadas, un escalofrío le recorrió la espalda y un sudor frío le empapó la frente. Finalmente se santiguó y se dispuso a levantarse, pero con el esfuerzo las tripas se le aflojaron y un chorro de excremento líquido se le escapó. Aunque apretó los glúteos con fuerza para impedirlo, la mierda había traspasado el calzoncillo y ya asomaba a través de la culera del calzón. De puntillas y con las nalgas aun apretadas, se dirigió al baño. Al ponerse de espaldas al espejo, pudo apreciar el alcance de los daños. ¡Joder, se había cagado en el único traje que tenía! Se hubiera derrumbado de no ser porque el estomago le dio otro aviso. Tuvo que desvestirse a toda prisa. Se sentó en la taza del báter justo cuando otra descarga de heces licuadas salía disparada. Un segundo de retraso y se lo hubiera hecho de nuevo encima. Solo de pensarlo, se le revolvieron las entrañas otra vez y una nueva descarga impactó al fondo del báter. El sudor le caía de las sienes humedeciendo el cuello de la camisa. ¿Qué coño le estaba pasando? ¿La menestra? ¿O quizá algo que había bebido? Cualquiera que lo hubiera visto en esas circunstancias pensaría con razón que estaba acojonado y que era el miedo el que aflojaba sus tripas. Pero él sabía que valor en el ruedo no le faltaba, ya lo había demostrado en cientos de ocasiones, delante de toros de más de seiscientos kilos y cuernos como estacas. Él siempre acometía cada corrida intentando hacer la mejor de las faenas, cortando orejas y rabos. Sus incontables salidas por la puerta grande lo dejaban bien claro, su valentía era incuestionable.
- Maestro, se nos hace tarde.- dijo el subalterno desde la habitación de al lado.
- Enseguida salgo. – Contestó el torero intentando aparentar normalidad.
Una nueva descarga salió de su cuerpo escoltada por una amalgama de sonoras ventosidades, todas de tonos bien dispares. Todo un recital. La mala suerte se estaba cebando con él. No solo se había cagado dentro del único traje que tenía sino que además, no podía parar. Y el tiempo corría en su contra. Intentó en vano encontrar una solución pero el agobio y la vergüenza se lo impedían. ¿Qué podía hacer? Si salía así al ruedo se convertiría en el hazmerreír de todos, especialmente en el gremio. Se imaginó a sus compañeros de capote comentando la jugada entre risas y bromas de mal gusto. Estaba claro que así no podía salir. Parecía que sus tripas se habían calmado e intentó levantarse, pero de nuevo un chorro abandonó su colon. ¿De dónde salía tanta mierda? ¿Cuándo terminaría aquello?
- Perdone que insista Maestro, pero llegamos tarde. – Dijo el subalterno con todo el respeto que podía expresar.
- Solo es un momento, Manuel. – Apostilló el torero sin saber muy bien que decir.
- ¿Se encuentra bien? – Insistió Manuel.
- Perfectamente… Enseguida salgo.
Un pequeño pedo desafinado puso fin a su ataque cólico. Por fin, pudo limpiarse el culo y vestirse. Se miro otra vez al espejo deseando que el plastón hubiese desaparecido de su culera, pero ni todos los rezos del mundo ante todas las estampitas del planeta, hubieran podido borrar semejante mancha. Estaba perdido. Su carrera pendía de un fino hilo. No sabía qué hacer. En su desasosiego, paseaba de un lado al otro de la habitación deteniéndose de vez en cuando ante el espejo del baño. Cada vez que miraba la mancha le parecía más grande. Su desesperación llegó hasta el punto de que el único consuelo que le quedó fuera llorar. Al principio lo hizo en silencio pero, a medida que se iba derrumbando, sus lloros iban in crescendo.
- ¿Le pasa algo, Maestro? – Dijo Manuel desde la otra habitación.
- Me he cagaó encima, Manuel. – Reconoció al fin el torero, rindiéndose a la evidencia.
Manuel entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
- ¿Decía Usted?
El torero, con el culo en pompa, le mostró la causa de sus lloros.
- No pasa nada. Eso le puede pasar a cualquiera. – Dijo Manuel intentando tranquilizarle y quitarle importancia al hecho.
- ¡Cómo que no pasa nada! ¡Me he cagaó el único traje que tengo para esta tarde! – Gritó el torero descargando la mala hostia con su empleado.
- Eso lo arreglo yo en un periquete. – Dijo Manuel ignorando el mal humor de su jefe.
- ¿Cómo, Manuel? ¿Cómo?...
- Déjeme a mí. Lo primero deje que le quite los calzones…
Manuel despojó al torero de sus calzones, los colocó bajo el grifo y aplicó jabón justo en la mancha, procurando humedecer únicamente la zona afectada. Frotó y cuando la mancha desapareció, secó el exceso de agua con una toalla y remató la faena con el secador. El torero agradeció el esfuerzo y la discreción de su empleado con un par de fuertes abrazos. Después salieron hacia la plaza. Aquella tarde, el maestro cortó cuatro orejas y salió a hombros por la puerta grande entre aplausos y vítores unánimes, consciente de que todo, absolutamente todo, se lo debía a él, a su subalterno.
- Maestro, se nos hace tarde.- dijo el subalterno desde la habitación de al lado.
- Enseguida salgo. – Contestó el torero intentando aparentar normalidad.
Una nueva descarga salió de su cuerpo escoltada por una amalgama de sonoras ventosidades, todas de tonos bien dispares. Todo un recital. La mala suerte se estaba cebando con él. No solo se había cagado dentro del único traje que tenía sino que además, no podía parar. Y el tiempo corría en su contra. Intentó en vano encontrar una solución pero el agobio y la vergüenza se lo impedían. ¿Qué podía hacer? Si salía así al ruedo se convertiría en el hazmerreír de todos, especialmente en el gremio. Se imaginó a sus compañeros de capote comentando la jugada entre risas y bromas de mal gusto. Estaba claro que así no podía salir. Parecía que sus tripas se habían calmado e intentó levantarse, pero de nuevo un chorro abandonó su colon. ¿De dónde salía tanta mierda? ¿Cuándo terminaría aquello?
- Perdone que insista Maestro, pero llegamos tarde. – Dijo el subalterno con todo el respeto que podía expresar.
- Solo es un momento, Manuel. – Apostilló el torero sin saber muy bien que decir.
- ¿Se encuentra bien? – Insistió Manuel.
- Perfectamente… Enseguida salgo.
Un pequeño pedo desafinado puso fin a su ataque cólico. Por fin, pudo limpiarse el culo y vestirse. Se miro otra vez al espejo deseando que el plastón hubiese desaparecido de su culera, pero ni todos los rezos del mundo ante todas las estampitas del planeta, hubieran podido borrar semejante mancha. Estaba perdido. Su carrera pendía de un fino hilo. No sabía qué hacer. En su desasosiego, paseaba de un lado al otro de la habitación deteniéndose de vez en cuando ante el espejo del baño. Cada vez que miraba la mancha le parecía más grande. Su desesperación llegó hasta el punto de que el único consuelo que le quedó fuera llorar. Al principio lo hizo en silencio pero, a medida que se iba derrumbando, sus lloros iban in crescendo.
- ¿Le pasa algo, Maestro? – Dijo Manuel desde la otra habitación.
- Me he cagaó encima, Manuel. – Reconoció al fin el torero, rindiéndose a la evidencia.
Manuel entreabrió la puerta y asomó la cabeza.
- ¿Decía Usted?
El torero, con el culo en pompa, le mostró la causa de sus lloros.
- No pasa nada. Eso le puede pasar a cualquiera. – Dijo Manuel intentando tranquilizarle y quitarle importancia al hecho.
- ¡Cómo que no pasa nada! ¡Me he cagaó el único traje que tengo para esta tarde! – Gritó el torero descargando la mala hostia con su empleado.
- Eso lo arreglo yo en un periquete. – Dijo Manuel ignorando el mal humor de su jefe.
- ¿Cómo, Manuel? ¿Cómo?...
- Déjeme a mí. Lo primero deje que le quite los calzones…
Manuel despojó al torero de sus calzones, los colocó bajo el grifo y aplicó jabón justo en la mancha, procurando humedecer únicamente la zona afectada. Frotó y cuando la mancha desapareció, secó el exceso de agua con una toalla y remató la faena con el secador. El torero agradeció el esfuerzo y la discreción de su empleado con un par de fuertes abrazos. Después salieron hacia la plaza. Aquella tarde, el maestro cortó cuatro orejas y salió a hombros por la puerta grande entre aplausos y vítores unánimes, consciente de que todo, absolutamente todo, se lo debía a él, a su subalterno.
6 comentarios:
Desde luego, me lo has hecho pasar... ¡qué risa!
qué humor y qué ironía tienes, a veces es que nos ahogamos en un vaso de agua y las soluciones son tan simples...
Saluditos.
Coincido con Begoña en las dos cosas que destaca: el humor y la manera en qué nos complicamos con nimiedades.
Eres un gran narrador, haber cuando nos ofreces algo de tu poesía tambíén.
Abrazos.
Javier y Begoña. Os habéis hecho tan habituales por aquí, que si no dejáis constancia os echo de menos. Gracias por vuestras palabras, son un aliento vigorizante que me ayudan a seguir a cuestas con este blog.
Sí Begoña, las soluciones validas, normalmente son las más sencillas.
Javier, en cuanto a la poesía, mejor dejarlo. Soy un poeta malísimo.
Un abrazo enorme a los dos.
No estoy de acuerdo.
http://hankover.blogspot.com/2009/03/1-poema-de-pepe-pereza.html
A mí este me parece un buen poema.
Un abrazo fuerte.
Estoy de acuerdo con javier, qué quieres a parte de pisarme los talones... El chico hace cosas interesantes, je, je...
y Pepe dejate ver en verso.
Besototes, cambio y corto.
Recibido, pero va a ser que no. Suficiente tengo con la prosa.
otro abrazo
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