miércoles, 28 de octubre de 2009

CON FLORES A MARÍA

Cuando llegaba el mes de mayo los alumnos teníamos que llevarle flores a la Virgen. Nos obligaban los profesores. Además para hacerlo teníamos que ir al colegio un cuarto de hora antes de lo acostumbrado. Coger las flores del campo estaba bien y no suponía mucho trabajo dado que nuestra casa era de las últimas del barrio y el campo estaba al lado. Por esas fechas todo se llenaba de flores silvestres. Las mariposas y los saltamontes estaban por doquier y las noches eran arrulladas por el canto de los grillos. En esos días le pedía ayuda a mi hermana y entre los dos recogíamos el ramo de flores. La mayoría de las flores las aportaba ella, tenía mejor gusto a la hora de combinar los colores. Yo la dejaba a su aire y mientras aprovechaba para capturar todo bicho que se me ponía por delante y meterlos en botes de cristal con la tapa de chapa llena de agujeros. Con la excusa de la recogida de las flores mi hermana y yo podíamos estirar esos momentos y llegar tarde a la mesa. Si acaso mi padre nos reñía por la tardanza y sobre todo porque su plato se había enfriado, nosotros nos excusábamos con que las flores eran para la virgen y que esa misma tarde las tenía que llevar al colegio para ofrecérselas junto a los demás niños. Me gustaban esos momentos con mi hermana. Lo que no me gustaba era atravesar medio pueblo camino del colegio portando las flores. Al verte, los chavales mayores se reían. Yo siempre procuraba evitar esos encuentros pero era inevitable cruzarte con algún grupo y recibir sus burlas. Como aquel día en concreto. Yo me dirigía al colegio con un gran ramo de flores. Normalmente mis ramos eran más abultados y surtidos que los que vivían en el interior del pueblo. Lo llevaba con aíre de desprecio, como si me importase un pito. Con el brazo que lo sujetaba descolgado y las flores mirando hacia el suelo. Que se notase que me obligaban a llevarlo. Aunque más bien era una forma de no parecer un mariquita. Entonces me crucé con aquellos tres chavales. Me sacaban un palmo y dos o tres años de más. Me rodearon y empezaron a empujarme. Uno de ellos, el más corpulento, me quitó el ramo y me golpeó en la cabeza con él. Algunas flores cayeron al suelo. Intenté recuperarlo pero terminé en el suelo de un empujón. Me levanté impulsado por el resorte de la rabia y me lancé contra el tipo que me había empujado, pero me aprisionó el cuello debajo de su brazo y con un giro me mando de nuevo al suelo. Eché de menos a mi hermana. En ocasiones como ésa, a ella le embargaba un impulso protector hacia mi persona. Sin tener en cuenta que ella era más débil que mis agresores, se lanzaba contra ellos con ímpetu atrabiliario. Sacaba las uñas y al grito de: ¡A mi hermano no le pegues! se hacía la dueña de la pelea, incluso en las que iba ganando yo. Supongo que mi rival en cuestión se veía indefenso ante el desaforado ataque de una niña tan pequeña. Ninguno de ellos se atrevió nunca a ponerle la mano encima y a partir de su intervención siempre se daban por rendidos y abandonaban la pelea. Lamentablemente ese día mi hermanita no estaba cerca. Hice amago de levantarme pero…

- Chavalín, no me obligues a pisarte la cabeza. Me advirtió el corpulento.

Supe que lo decía en serio y decidí quedarme donde estaba.

- ¡Por favor! Devuélveme el ramo… lo tengo que llevar al colegio.

Los tres jóvenes se rieron de mí imitando el tono suplicante de mi voz. El corpulento, en un acto inicuo, arrojó el ramo sobre el tejado de una casa próxima. Casi se me saltan las lágrimas. Recibí algunos insultos más y por fin se fueron y me dejaron en paz. Me puse en pie y pude ver el ramo sobre las tejas. Pensé en la forma de recuperarlo pero no se me ocurrió ninguna. Recogí las pocas flores que estaban diseminadas por el suelo y traté de confeccionar un ramillete. Estaban tan deterioradas y eran tan pocas que desistí del empeño. Eché otra mirada al ramo del tejado y sabiendo que iba a tener problemas encaminé mis pasos hacia el colegio. Me dolía el codo derecho, vi que tenía un rasponazo ensangrentado. Me limpié la herida con saliva y seguí andando. A la entrada del colegio me fijé en que todos llevaban su ramo, todos menos yo. Antes de entrar en las aulas, era costumbre que nos reuniésemos todos en un ensanche del pasillo central del edificio. Frente a unos grandes ventanales estaba montado un altar presidido por la imagen de la Virgen María. Allí cantábamos desafinados “Con flores a María” y luego en rigurosa fila de a uno, le íbamos haciendo entrega de las flores. Yo intentaba ocultarme entre los demás alumnos pero en un momento dado el director del colegio se fijó en mí. Deseé con todas mis fuerzas que la tierra se abriera y me tragase.

- ¿Por qué no ha traído flores como los demás?... ¿Acaso se cree usted superior al resto de sus compañeros?
- Las traía, pero unos chavales mayores me las han quitado y las han tirado a un tejado. - dije enseñando el codo ensangrentado como prueba de que decía la verdad.
- Eso no es excusa… Durante las clases, usted se quedara aquí pidiéndole perdón a la Santa Madre.

Después el resto del alumnado entró en las aulas. Me quedé solo delante de la imagen de La Virgen. Observé su rostro intentando descubrir algún gesto de enfado hacia mí, pero solo veía su cara de siempre. Me apoyé en la pared resignado a pasar la tarde allí. Era extraño estar solo en medio de aquel inmenso pasillo, yo siempre lo había visto repleto de gente a la entrada y salida de las clases. Era la primera vez que lo veía tan vacío. Nunca me gustó destacar por encima de los demás, me sentía mejor camuflado dentro de la masa. Y estar solo allí, en medio del pasillo, me producía y una sensación de desnudez que me ponía nervioso y me hacía sentir desvalido. Para librarme de aquellos sentimientos me puse a mirar a la calle a través de los ventanales. El director del colegio me sorprendió de esa guisa.

- ¿Se puede saber que hace mirando por la ventana?...

Me giré sobresaltado.

- … Si lo he dejado aquí es para que le pida perdón a la Virgen… ¿Se lo ha pedido ya?...

Afirmé con un gesto de cabeza.

- …No me parece usted arrepentido. Póngase de rodillas y pídaselo con fervor y humildad.

Estuve a punto de preguntarle por el significado de la palabra “fervor” pero deduje que no era el mejor momento. Obedecí sin rechistar y me arrodillé frente a la imagen de la Virgen.

- Yo me pasaré de vez en cuando por aquí, así que no se le ocurra abandonar este lugar. ¿Me ha entendido?

Afirmé con un gesto de cabeza. El director me observó durante unos instantes que a mí me parecieron eternos, luego se dirigió a su despacho y desapareció por el fondo del pasillo. El olor de las flores daba al pasillo un falso aire de libertad que me recordaba los campos multicolores de las proximidades de mi casa. Pensé en mi hermana recogiendo flores y en mí cazando saltamontes y lagartijas. Aunque no me sentía culpable intenté pedirle perdón a la Virgen… No me salían las palabras… Entonces se me ocurrió que si Dios era el causante de todo en el universo y dado que era el marido de la Virgen, tal vez fuese Él el culpable de lo ocurrido. Quizá estaba enfadado con su mujer, oseá con la Virgen, y por eso puso en mi camino a los tres chavales que me arrebataron el ramo. No quise seguir por ahí no siendo que mis pensamientos incurriesen, sin querer, en un pecado mortal. Después de un buen rato empezaron a dolerme las rodillas, además la inmovilidad y el ambiente húmedo me habían dejado frío el cuerpo y me puse a tiritar. Los dientes me castañeaban y el dolor de las rodillas era insoportable. Miré a ambos lados del silencioso pasillo y me puse en pie. Las piernas se me habían dormido y de poco me caigo. Me froté con las manos todo el cuerpo intentando entrar en calor. Por un lado me daba miedo de que el director me sorprendiese y por otro me sentía culpable (ahora sí) de haberle fallado a la Virgen. En cuanto me sentí mejor volví a ocupar mi sitio postrándome de rodillas. Al cabo de unas horas (horas de frío, dolor y entumecimientos) vi como un niño salía de una de las aulas portando la campana que anunciaba el final de las clases. Después de que la hiciera sonar me puse en pie y, casi sin poder andar, salí a la calle. De haber sabido que el director no iba a aparecer en toda la tarde me hubiera largado mucho antes. De regreso a casa pasé por delante de la casa donde los chavales habían arrojado mi ramo de flores. Mire al tejado y allí seguía, en medio de las tejas. Durante una temporada, cada vez que pasaba por ese sitio miraba al tejado y veía como día a día las flores se iban marchitando. Hasta que un día desaparecieron.



3 comentarios:

Begoña Leonardo dijo...

Con flores a María que madre nuestra es... Así crecí yendo a la iglesia todos los días del mes de mayo con o sin flores, a la salida del colegio, pero con el poema que me obligaban a escribir las monjas y que otra niña más "guapa" que yo, hija de... Leía como si tal cosa llevándose todo el mérito...

Qué recuerdos!!!

Besazos.

Ángel Muñoz dijo...

joer pepe, como cuchillas estos relatos para abrirnos las venas y recordar, por fin te conozco por foto macho, con el messi de palo.

Ico dijo...

Iglesia y escuela mal matrimonio... buen relato en la líne costumbrista y con la temática de la infancia como nos tienes acostumbrados.