miércoles, 14 de octubre de 2009

MI PRIMER AMOR

La vi a la salida del colegio y desde ese preciso momento me enamoré de ella. Era una preciosa niña rubia con ojos azules y sonrisa de ángel. Intenté hablar con ella, pero cuando estuve a su lado no me salieron las palabras. La niña siguió su camino y ni si quiera me miró. Yo me sabía un montón de palabras ¿por qué no había acudido ninguna a mi boca? Al día siguiente, a la salida del colegio, fui a la puerta principal y la esperé allí. Esta vez tenía un dialogo memorizado y no me iba a pillar desprevenido. Me había pasado parte de la noche en vela inventando algo bonito que llamase su atención. Fue fácil distinguirla entre toda la maraña de alumnos, ella brillaba por encima de los demás. Al pasar a mi lado abrí la boca para decirle: “Hola”, pero no pude articular una sola silaba. Cuando quise reaccionar ella ya se había ido.

- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó Jacinto para que todos pudieran oírlo.

Me sorprendió verle enfrente. Avergonzado me fui hacia él tratando de que se callase la boca. Por lo visto, Jacinto había estado observándome y se había dado cuenta de mi enamoramiento.

- ¿Quieres dejar de decir tonterías? – le dije a la vez que le daba un pequeño empujón.
- ¡A perejil le gusta esa chica! – gritó de nuevo.
- ¡Cállate!... – le espeté, agarrándole de la pechera. - Eso no es verdad.
- Entonces, no te importara que yo sea su novio.
- ¿Tú? ¿Su novio? Que más quisieras.
- Yo, al menos, sé como se llama. – dijo sonriendo con esa cara de malo que tanto le caracterizaba.
- ¿Cómo se llama? ¡Listo!
- ¿Si no te gusta para qué quieres saber su nombre?
- A mí me da lo mismo como se llame. Además, no me importa nada esa niña.
- Se te ve en la cara que estás colado por ella.

Noté como me sonrojaba.

- Mañana nos veremos las caras en el recreo. – le amenacé y luego seguí mi camino.

Cuando estaba cruzando la calle oí que Jacinto gritaba su nombre: “Consuelo”. Me pareció el nombre más bonito del mundo. Seguí andando sin volverme, fingiendo que no había oído nada. CONSUELO. Llegué a casa y entré en la cocina donde mi madre daba los últimos toques al cocido.

- Mamá ¿qué significa consuelo?
- Lo mismo que alivio.
- ¿Eso es bueno, verdad?
- Muy bueno.

Definitivamente estaba enamorado de Consuelo.
Al día siguiente, en el recreo de la mañana, Jacinto el malo y yo nos estuvimos tirando piedras. Yo recibí una pedrada en el hombro que me dejó un cardenal multicolor. Él no recibió ni una sola. En el recreo de por la tarde tuve más suerte y pude atizarle en una mano y en la frente, aunque no sangró, le quedó un prominente chichón. Yo solo recibí una en la espalda que apenas me dolió. Al terminar las clases decidí esperar a Consuelo un par de calles más abajo. En cuanto sonó la campanilla salí disparado del aula. Mientras esperaba, vigilé que Jacinto no estuviera cerca. Al cabo de unos pocos minutos, Consuelo caminaba hacia donde yo estaba. Está vez tenía que hacerme oír. Al pasar a mi lado la llamé, tímidamente, por su nombre, pero el sonido de mi voz fue tan apagado que ni se enteró. Ella siguió andando. Intenté llamarla de nuevo, pero las palabras se negaban a salir de mi boca. Desilusionado me metí las manos en los bolsillos. Noté que aún me quedaban unas cuantas piedras del recreo. Cogí una y la arrojé contra Consuelo. Le di en una pierna. Se giró para mirarme, sin entender que pasaba. Cuando vio que yo sacaba otra piedra del bolsillo salió corriendo. Me sentí satisfecho, esta vez me había mirado. Por fin se había establecido una conexión entre nosotros. Y había sido tan sencillo que apenas podía creérmelo.
Al día siguiente la esperé escondido en el mismo sitio con los bolsillos llenos de piedras. Si no podía hacer uso de la palabra lo haría de mi buena puntería. Era tan ingenuo que creía que esa era la forma adecuada para que ella se enamorase de mí. Consuelo vino hacia donde yo estaba escondido. Iba mirando a ambos lados de la calle, recelosa de que yo estuviera cerca. Cuando pasó por mi escondite le arrojé una piedra, le di en la espalda. Me reconoció y salió corriendo. Yo me sentí feliz porque me había reconocido, creí que era un gran avance en nuestra relación. La seguí de cerca tirándole piedras. En un momento dado, ella se puso a llorar. Dejé de perseguirla y escapó. Intuí que algo no estaba funcionando como yo esperaba. Aun así, decidí que al día siguiente seguiría haciendo uso de mi puntería, al menos hasta que se me ocurriese algo mejor. No comprendía que tirarle piedras a una chica era lo menos adecuado para conquistar su corazón. Supongo que yo consideraba que si las pedradas habían servido para afianzar la relación que manteníamos Jacinto y yo, por qué no iba a servir para iniciar una con Consuelo. Al día siguiente la esperé oculto en un portal al final de la calle. Sabía que ella estaría a alerta, mejor que se confiase y justo cuando creyese que lo había conseguido, darle la sorpresa. No me di cuenta que Jacinto me había seguido y que estaba al tanto de mis movimientos. Al poco llegó Consuelo, se paró al principio de la calle y estuvo unos minutos mirando desde allí. Parecía una gacela indefensa que intuyese que al otro lado del matorral hay un depredador acechándola. La pobre no se atrevía a coger ese camino, pero era el único. Por fin dio un paso y vacilante se encaminó hacia el portal donde yo estaba escondido. El corazón estuvo a punto de salírseme del pecho por la emoción, cogí aire y apreté con fuerza la piedra que ya tenía preparada en la mano. Justo cuando la iba a arrojar, ví cómo Jacinto salía de su escondite y lanzaba una piedra contra Consuelo. Le dió en la frente. A consecuencia del impacto los libros se le cayeron al suelo y un fino hilo de sangre surgió de entre la carne abierta. Consuelo rompió a llorar. Y yo como un estúpido, no supe reaccionar de otra forma que dándole otra pedrada, junto a la oreja. Consuelo cayó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos y gritando aterrorizada. Quise acercarme a ella, darle un beso y decirle que la quería, pero en vez de eso salí huyendo junto a Jacinto.

Al día siguiente, cuando estábamos en mitad de la clase, la puerta se abrió y ví entrar a Consuelo. Llevaba un vendaje en la cabeza. Casi me pongo en pie de la alegría. Como solo tenía ojos para ella, no me di cuenta de que detrás de ella venían el director del colegio y un señor con cara de pocos amigos. Consuelo nos señaló a Jacinto y a mí.

- Ustedes dos, síganme hasta mi despacho. - ordenó el director.
En el despacho del director Consuelo relató cómo la habíamos atacado sin ningún motivo. Yo no hacía caso de sus acusaciones, el sonido dulce de su voz me tenía tan embriagado que no podía pensar en nada. Hasta que intervino el señor con cara de pocos amigos:

- Estos lo que necesitan es mano dura.

Era el padre de Consuelo. El director quiso darnos una lección para demostrarle al padre de Consuelo que en ese colegio lo que sobraba era mano dura. Cogió una regla grande de madera y nos ordenó poner los dedos de las manos hacia arriba y con las puntas pegadas. Nos golpeó diez veces a cada uno, cinco golpes en cada mano. Lo hizo con saña. Ninguno de los dos apartó en ningún momento la mano y recibimos todos los golpes estoicamente, sin rechistar. Según recibía los míos, miré de reojo a Consuelo y ví que estaba sonriendo. Su sonrisa me desgarró por dentro. En ese momento dejé de estar enamorado de ella. Al salir del despacho del director, el padre de Consuelo nos arrinconó contra la pared y nos dijo:

- Si volvéis a mirar a mi hija os destripo vivos.

Lo decía en serio. Pero yo sabía que nunca más me acercaría a ella y no hice caso de las amenazas. Antes de entrar en clase, Jacinto y yo, nos acercamos a los lavabos y metimos las manos en agua fría. A mí, me dolía más el corazón que la punta de los dedos.

3 comentarios:

Ángel Muñoz dijo...

ultimamente a todos nos tira la infancia, porque será pepe, tan buenos y gratos recuerdos nos trae como para querer evocarla y huir de la realidad actual?

un abrazo y buen relato colega.

Begoña Leonardo dijo...

Tiernos infantes por civilizar... Menos mal que han pasado unos añitos Pepe.

Besos en la frente.

Anónimo dijo...

Muy bueno Pepe,

un abrazo