martes, 6 de octubre de 2009

LOBOS

Nos llegó la noticia que la noche anterior una manada de lobos habían atacado el rebaño de ovejas de Julián “El Corto”. Sus tierras estaban a unos tres kilómetros del pueblo. José, Jesús y yo decidimos que después del colegio nos acercaríamos a echar un ojo por allí. Nos despedimos y nos fuimos a nuestras casas a comer. Yo estaba impaciente de qué llegasen las cinco de la tarde y poder ir a investigar el ataque de los lobos. Lamentablemente había alubias para comer. Yo no soportaba las alubias y me negué a comer. Y mi madre me castigó. A la salida del colegio tendría que venir directo a casa. Protesté y refunfuñé, hice todo lo que estaba en mi mano (menos comerme las alubias) para convencer a mi madre de que me levantase el castigo. Al final accedió, siempre y cuando me llevase a mi hermana conmigo.

- Pero mamá… Corre muy poco. Mis amigos se quejan y no quieren jugar conmigo. - protesté yo.
- O te llevas a tu hermana o según salgas del colegio te vienes directo a casa. Tú eliges. - sentenció mi madre.
- Yo a tu rabo, Pepito. - dijo mi hermana.

“Yo a tu rabo” Era una frase hecha de la que mi hermana se había adueñado y que utilizaba para expresar que ella me seguiría allá donde yo fuese. En fin, no me quedo otro remedio que consentir. Ya en el colegio, durante la clase de matemáticas estuve pensando en el tema y llegué a la firme conclusión de que mi hermana no podía acompañarnos. ¿Y si nos encontrábamos con los lobos? Era demasiado peligroso. Durante la clase de sociales pensé en como librarnos de ella. A las cinco en punto de la tarde sonó la campanilla y salimos a la calle. Libres por fin. Me reuní con José y Jesús y nos acercamos hasta casa para recoger a mi hermana. Después nos alejamos del pueblo camino de las tierras de Julián El Corto. Para entonces ya tenía un plan en la cabeza y lo puse en práctica.

- Habrá que tener mucho cuidado. - dije intentando despertar la curiosidad de mi hermana.
- ¿A dónde vamos? – se interesó ella.
- A cazar lobos. – añadí guiñándoles un ojo a mis amigos para indicarles que me siguieran la corriente.
- ¿Lobos? ¿Qué lobos? – preguntó mi hermana con cara de preocupación.
- Unos que anoche atacaron el rebaño de Julián El Corto. – intervino Jesús.
- ¿Es verdad eso, Pepito?
- Sí. Pero no te preocupes, si nos ATACAN yo te defenderé.- respondí haciendo hincapié en la palabra “atacan”.
- A lo mejor tendríamos que ir a otro sitio. – añadió mi hermana intentando inculcarnos un poco de sensatez.
- Si no quieres venir, te podemos subir a un árbol y nos esperas ahí. No vamos a tardar.- le sugerí inocentemente.
- ¿Y por qué me tenéis que subir a un árbol?
- Porque ahí no te pueden atrapar los lobos. –dijo Jesús muy acertadamente.
- Tengo vértigo.
- Pues no mires abajo. – le aconsejó José.
- Es que subirme los árboles me da miedo. Ya lo sabéis.
- ¿Qué te da más miedo, subirte a los árboles o los lobos asesinos?- le pregunté agarrándola de la mano y mirándola fijamente a los ojos.

Dejamos a mi hermana subida en una encina y seguimos caminando hacia las tierras de Julián el Corto. Por el camino nos armamos con unos palos. Tanta pasión en meterle miedo a mi hermana había conseguido el mismo efecto en nosotros mismos. Llegamos a las inmediaciones de los terrenos de Julián. Según nos fuimos acercando pudimos distinguir grandes manchones rojos diseminados por el prado. Saltamos el muro que lo circundaba. Las ovejas que pastaban por allí se alejaron en grupo hasta la parte más alejada del muro. Aún estaban nerviosas por lo que habían vivido la noche anterior. Nos acercamos al manchón rojo que estaba más cerca. Dentro del ronchón quedaban pequeños trozos de carne, restos de vísceras y lana ensangrentada. Contamos ocho ronchones. Evidentemente, los lobos se habían dado un festín. No recuerdo quien de nosotros fue el primero en notar la siniestra sensación de que nos estaban vigilando, pero acabamos convenciéndonos de que los lobos estaban escondidos por los alrededores, acechándonos. José, que siempre fue el más miedica de los tres, echó a correr como alma que lleva el diablo. Jesús y yo nos miramos sin decir palabra y después nos unimos a la huida… Cuando llegué a casa mi madre me preguntó por mi hermana. No me había vuelto a acordar de ella. Supuse que seguiría subida en la encina.

- Se ha quedado jugando por ahí. – mentí.
- Pues vete a buscarla para que te ayude a poner la mesa y podamos cenar.
- Vale.

Salí corriendo a la calle. No paré de correr hasta que llegué a los pies de la encina. Mi hermana estaba en la misma rama que la dejamos, llorando a moco tendido. Tenía los ojos hinchados de haber derramado lágrimas durante horas. Me dio mucha pena verla así, tan preocupada, tan indefensa, tan inocente, tan…

- Creía que los lobos te habían comido. – consiguió decir entre sollozo y sollozo.
- No te preocupes, estoy bien.

La ayudé a bajar del árbol y traté de calmarla. Después regresamos a casa cogidos de la mano.

5 comentarios:

Angel dijo...

el miedo a los lobos le hizo olvidar lo mas importante, su hermana. Y eso que ella iría allá donde fuese él.

muy bueno pepe.

Javier Belinchón dijo...

Y Pepito que deja a la sensatez colgada de una rama...

Abrazos.

Begoña Leonardo dijo...

Grandes acontecimientos como éste, nos marcan, me ha gustado, y te diré que rezuma ternura, en esta mañana gris, lloviendo a cántaros escuchando los truenos, renuevo mi fe en la infancia. Gracias.

Besototes.

CARLA BADILLO CORONADO dijo...

una historia con la maestría de siempre, mi querido Pepe. Dejo mi huella para decirte que en la distancia siempre se te recuerda amigo. Abrazo fuert, besos narcotizantes y aullidos desde SF.

C.
pd. salúdamelo por favor a J. y a N. ;)

Anónimo dijo...

Se me escapa alguna que otra lagrimilla al leer el final, la verdad que soy muy impresionable, pero me alegro de poder decir que tus letras me emocionan de esta manera.

Un abrazo Pepe, me encanta como escribes.