lunes, 19 de octubre de 2009

GREGORIO EL BARBERO

Cada dos meses mi madre me llevaba a casa de Gregorio. Gregorio era el peluquero de mi barrio. Todo el que quería un corte de pelo tenía que pasar por su casa. La peluquería estaba ubicada en un cuarto de la vivienda habilitado para tal fin. Mientras te cortaba el pelo podías asistir a las conversaciones privadas que mantenía con su mujer o las broncas que les echaba a sus hijos, que eran muchos y de todas las edades. Podías adivinar que iban a comer porque te llegaba el olor de la cocina o deducir su estado de ánimo según se comportaba con los suyos. A mí nunca me gustó que me cortasen el pelo, por eso, Gregorio no era de las personas que me gustaba ver. Inevitablemente, cada dos meses no me quedaba otro remedio que hacerle una visita. Unas veces mi madre me acompañaba, otras me obligaba a ir solo. Yo prefería ir solo porque Gregorio no me pelaba tanto. Yendo con mi madre siempre salía mucho más pelado de lo que yo consentía, quizá, porque ella le animaba a que apurase el corte al máximo. Recuerdo que me gustaba sentarme en el sillón de barbero, sobre todo cuando Gregorio apretaba el pedal y yo me elevaba hasta la altura adecuada. También me gustaba el olor de las lacas y lociones que inundaban la estancia. Lo que no me gustaba era cuando cogía las tijeras y podaba mi cabeza diciendo:

- Mira que he visto cabezas en mi vida, pero con estos remolinos, ninguna.

Según Gregorio, los remolinos en la cabeza eran sinónimo de travieso y pícaro. Para él, yo era el más travieso y pícaro del barrio. Con cada tijeretezo caía un mechón de pelo a los pies del sillón, sembrando el suelo de matojos secos y muertos. Verme continuamente reflejado en el espejo que tenía en frente era una tortura. Cada amputación de cabello desmejoraba mi aspecto físico, al menos, yo lo veía así. Y durante las primeras semanas seguía sintiéndome feo y cabezón, hasta que mi pelo empezaba a crecer y yo recuperaba mi aspecto habitual. En esas primeras semanas tenía que aguantar las burlas de mis amigos y compañeros de colegio. Sobre todo las de Jacinto el malo, con diferencia, las suyas eran las que más me dolían:

- Pollo pelaó, cabeza bolo, cara culo, Mortadelo…


Esos eran algunos de sus motes preferidos. La mayoría de las veces terminábamos peleándonos y la profesora tenía que castigarnos y pasarles el recado a nuestros padres. Consecuencia: unos buenos azotes. Por eso no me gustaba que me cortasen el pelo, y por eso mismo no me gustaba ir a casa de Gregorio.

3 comentarios:

Ángel Muñoz dijo...

estas cosas, pepe, me suenan, pues yo también he sido de pelarme muy corto siempre, pero en donde El Mudo, y también, gracias a mis soplillos he tenido alguna que otra pelea.

abrazos tío.

Javier Belinchón dijo...

Me encanta esa inocencia que impregna los relatos de esta colección.

Un abrazo pepe.

Begoña Leonardo dijo...

Solía acompañar a mi madre a su peluquera; se llamaba, bueno y se llama Reme, en su casa con cuatro niñas y un niño.Recuerdo que tenía a una aprendiza, que llamaban, pero que se ocupaba más de la prole que de las cabezas de las clientas. Allí se arreglaban todos los problemas, del barrio... Y había una medio bruja con un cardado que yo siempre pensé que algo escondía entre tanto pelo...
Oye Pepe que a lo tonto, casi casi que tengo para un relato de misterio, jaja...

Cariñitos de nocilla.