jueves, 22 de octubre de 2009

EL ÚLTIMO PASEO

Iván iba a ser trasladado a la capital por motivos laborales y en mucho tiempo, aquel paseo iba a ser el último que diera por la ciudad que le había visto nacer. Sus muebles y demás enseres ya estaban de camino a destino, y él saldría tras ellos a primera hora de la mañana. En el piso sólo quedaban un par de bolsas de viaje llenas de ropas y trastos, y un viejo colchón que no valía el coste del transporte, por eso aun seguía en la casa y en él dormiría aquella noche. Enfiló la calle Portales con paso tranquilo. No había prisa. Tenía todo el día para despedirse de su amada cuidad. Sus seres queridos estaban muy contentos por él. Todos le habían felicitado por el ascenso y la espectacular subida de sueldo. Pero él no lo tenía tan claro. No estaba seguro de que el cambio fuera a ser compensado con las mejoras laborables. Él amaba su ciudad y a las personas que la habitaban. Abandonarla era un gran esfuerzo emocional y eso raramente se compensaba con dinero. Había tomado la decisión más que nada, aconsejado por sus familiares y amigos. Sin embargo, Iván ya era feliz así, no necesitaba un despacho o una nómina más grandes para sentirse mejor. Si por él fuera, hubiera seguido cómo siempre. Su vida ya era perfecta. ¿Por qué cambiarla? La cuestión le rondaba desde hacía semanas y aún no había encontrado respuesta. En su camino, pasó por delante de un panel digital que mostraba la hora y temperatura, pero a él le pareció leer: “QUEDATE”. Fijó la mirada en el mensaje y entonces las lucecitas bailaron hasta convertirse en ‘las once y treinta y siete’. Pensó que todo era producto de su imaginación y siguió andando. Llegó hasta los pies de la catedral de La Redonda y levantó la vista hasta la punta de sus torres. El cielo gris las envolvía. Se le hizo un nudo en la garganta y se le escaparon las lágrimas. Se sorprendió de su propia reacción. No esperaba emocionarse. Se limpió con un clínex y mientras se sobreponía, se sentó en una de las terrazas de La Plaza del Mercado. Eligió una mesa al cobijo de un árbol, pidió un cortado y se lo fue bebiendo lentamente, a sorbitos. Un músico callejero y su saxofón pusieron banda sonora al contorno de la plaza. Las acarameladas notas se pegaban a la piel como el bochorno de una tarde de verano. Al cabo de unos veinte minutos se levantó y siguió caminando por la calle Herrerías. Se desvió hasta El Puente de Piedra para ver desde lo alto de sus arcos el Ebro y su ribera. Las aguas bajaban tan sucias como siempre, algunos patos nadaban contra corriente. Después de fumarse un cigarro observando a las cigüeñas, regresó al centro callejeando por el casco viejo. Al llegar a la calle Laurel comenzó a llover. Aprovechó para entrar en El Sebas a comer un par de orejitas de cerdo y beber un crianza. La lluvia arreciaba. De dos bocados, terminó con las deliciosas orejitas. Aún tenía hambre, así que pidió un pimiento relleno de carne y otro vino. No había prisa, allí se estaba bien, así que mejor esperar a que el chaparrón amainase. Aún debía pasar por muchos lugares para llevarse un poco de su esencia. Sabía que en Madrid le esperaban días difíciles, lejos de los suyos. Serían días de adaptación y nostalgia y todos los recuerdos serían pocos para combatirlos. Un cuarto de hora después, la lluvia persistía, así que decidió proseguir su paseo. Pagó y salió. Antes de alejarse definitivamente, se giró para despedirse del Sebas y retener su imagen en la cabeza. A medida que avanzaba se iba sintiendo más y más triste, la lluvia que le empapaba alimentaba ese amargo sentimiento. Vio otro panel electrónico y buscó un segundo mensaje cómplice. Solo encontró hora y temperatura, pero cuando estaba a punto de apartar la mirada, una hilera de letras recorrió de izquierda a derecha el soporte configurando un NO TE VAYAS. Iván clavó sus ojos en la pantalla pero para cuando quiso darse cuenta, el mensaje ya había desaparecido. De nuevo, atribuyo todo a su imaginación y continuó caminando. Empezó a cuestionarse seriamente su decisión. ¿Qué se le había perdido a él en Madrid? ¿Por qué tenía que cambiar de vida y mudarse a otra ciudad si su vida ya era buena así? Un trueno estremeció las calles. La lluvia se intensificó. Iván buscó refugio debajo de las marquesinas del Teatro Bretón y se encendió otro cigarro. Expulsó el humo hacia los enormes goterones que caían fuera de las marquesinas y observó a la gente que corría para refugiarse del chaparrón. Un pensamiento narcisista le hizo sonreír levemente. Quizá la ciudad desconsolada lloraba su inminente partida. Le gustó la sensación de sentirse amado por su ciudad y en compensación quiso darle el mismo amor telepáticamente. Cerró los ojos con fuerza e intentó transmitir a las calles aquel sentimiento. Un relámpago iluminó el cielo. A pesar de tener los ojos cerrados pudo ver el resplandor a través de sus parpados. Los abrió justo cuando el estrépito del trueno hizo temblar los escaparates de los comercios. Si realmente eran lágrimas lo que caían del cielo, la ciudad debía de estar muy apenada por su abandono. Era el diluvio universal. La calzada empezaba a inundarse y las alcantarillas no daban abasto con tanta agua. Para cuando el cigarro estaba a punto de acabarse, la lluvia bajó de intensidad. Es lo que tienen las tormentas de verano, que tal y como vienen se van. Iván apuró la última calada y arrojó la colilla al suelo mojado. Dispuesto a seguir con su camino, ya había comenzado a andar cuando se fijó en el letrero de un parking próximo, que en lugar de “abierto” rezaba: “DETENTE”. Iván se detuvo en seco y justo en ese momento, un pedazo de cornisa cayó delante de él. Si hubiera dado un paso más estaría muerto. De no ser por aquel aviso hubiera sido aplastado. Retrocedió asustado, sin dejar de mirar los restos de cornisa desmenuzados por el suelo. Volvió a mirar al letrero. Quería cerciorarse de que realmente le había avisado, de que no era producto de su imaginación. Efectivamente, la palabra “DETENTE” permanecía fija en la pantalla. Segundos después, las letras empezaron a cambiar lentamente hasta que puso: “abierto”. Pero… ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso la ciudad trataba de comunicarse con él e incluso protegerle? O era eso, o se estaba volviendo loco... Iván todavía temblaba por el susto de ver la muerte a tan solo un paso cuando alguien se le acercó y le preguntó si estaba bien. Él asintió con la cabeza. No podía hablar. Entonces, mientras la gente se arremolinaba a su alrededor, se fijó en las carteleras del teatro dónde pudo leer: “ESTE ES TU SITIO”. Aquel mensaje era claro. Su ciudad le quería y se lo había demostrado salvándole la vida. No lo dudo más. Se quedaría en su ciudad. La decisión estaba tomada y nada ni nadie lograría cambiarla.

2 comentarios:

Adriana Bañares dijo...

Pepe! Es la mejor descripción de Logroño que he leído nunca! Me has conseguido emocionar como a una tonta, ahora tengo unas ganas enormes de volver por allí.
Realmente me sentí así la noche antes de volver a Valladolid, hace ya casi un mes.
Mientras lo leía, escuchaba a Alondra Bentley, en concreto "bot bot bot", y el relato ha tomado un tono m´as emotivo incluso. Ma´s cinematogr´afico mejor dicho.
Pues eso, que me ha encantado.

Ángel Muñoz dijo...

tío, chapeau!