martes, 27 de julio de 2010

EL PAN DESNUDO de MOHAMED CHUKRI


Así empieza EL PAN DESNUDO de MOHAMED CHUKRI
I
Lloraba la muerte de mi tío junto con algunos chicos. Ya no lloraba sólo cuando me pegaban, o cuando perdía algo. Ya había visto llorar también a otros. Era la época del hambre en el Rif, la sequía y la guerra.
Una tarde, no podía detener mis lágrimas de tanta hambre que tenía. Chupaba y rechupaba mis dedos. Vomitaba sólo saliva. Mi madre me decía, para calmarme:
- Cállate, vamos a irnos a Tánger. Allí hay pan en abundancia. No lloraras más por el pan cuando estemos allí. En Tánger la gente come hasta saciarse. ¿Ves a tu hermano? Él no llora.
Dejaba de llorar cuando veía su cara pálida y sus ojos hundidos. Pero la paciencia que me infundía el mirarle no duraba mucho.
Cuando llegó mi padre, me encontró llorando y entonces empezó a darme patadas y puñetazos.
- ¡Cállate, hijo de puta! ¡Cállate! Comerás antes que tu madre, bastardo.
Me cogió y me tiró al suelo. Estuvo dándome patadas hasta que se le cansaron los pies. Yo tenía el pantalón mojado.
Vimos cadáveres de animales mientras nos íbamos a pie camino del exilio. Los rondaban perros y pájaros negros. Hedían, tripas abiertas, podredumbre.
Por la noche se oía el aullido de los lobos cerca de la tienda que montábamos allí donde el cansancio y el hambre podían más que nosotros. Incluso algunos enterraban a los suyos donde caían muertos, victimas del hambre.
Mi hermano no paraba de toser. Yo, temeroso, le pregunté a mi madre:
- ¿También él va a morir?
- No. ¿Quién te ha dicho que va a morir?
- Mi tío ha muerto.
- Tu hermano no va a morir. Está enfermo solamente.
En Tánger no vi las montañas de pan que me había prometido mi madre. También había hambre en este paraíso, pero era menos mortal que en el Rif.
Cuando no podía con el hambre, salía al barrio Ain Ktewat en busca de restos de comida en las basuras. Había otro chico haciendo lo mismo. Iba descalzo, los vestidos rotos. Tenía granos en la cabeza y en las manos. Me dijo:
- Las basuras de la ciudad son mejores que las de nuestro barrio. Lo que tiran los cristianos suele ser mucho mejor que lo que tiran los musulmanes.
Desde entonces, a veces me iba lejos del barrio, solo o acompañado por varios chicos, de los de las travesuras. Un día encontré una gallina muerta, la estreche contra mi pecho y me fui corriendo a casa. Mis padres estaban en la Medina y mi hermano estaba tendido, respiraba con dificultad, y sus grandes ojos marchitos vigilaban la entrada. Se le abrieron cuando vio la gallina, y en su cara pálida se dibujó una sonrisa. Se movía como si acabara de despertar de un desmayo. Tosía y jadeaba de alegría. Cogí el cuchillo, me dirigí hacia donde había visto a mi madre orientarse cuando rezaba, hacia la Meca, y en voz alta exclamé: “Santificado sea el nombre del Señor, el más grande”. Así había visto que lo hacían los mayores. La degollé, separando la cabeza del cuerpo. Sólo brotaron unas gotas de sangre. En el Rif, había visto sacrificar a un cordero, no sé en qué ocasión, y le pusieron un cubo debajo del cuello, de donde brotaba la sangre, lo llenaron y se lo dieron a beber a mi madre, que estaba enferma. La vi forcejear con los que la obligaban a tomar la sangre, que se derramaba sobre la cara y el vestido; se revolvió en la cama y luego se calmó, refunfuñando palabras ininteligibles.
¿Por qué no salía la sangre de aquella gallina igual que lo hacía de aquel cordero? Empezaba a desplumarla cuando oí la voz de mi madre.
- ¿Pero qué haces? ¿Dónde la has robado?
- La encontré, estaba enferma, la degollé antes de morir. Pregúntale a mi hermano si no es cierto.
- ¡Estás loco! – me la arrebató furiosa -. El hombre no debe comer carroña.
Intercambiamos tristes miradas, mi hermano y yo, y luego cerramos los ojos a la espera de la comida.
Mi padre regresaba cada noche malhumorado. Vivíamos en una sola habitación, a veces dormía en el mismo sitio donde me sentaba. Mi padre era una bestia. Cuando entraba en casa, cualquier gesto o palabra debían contar con su consentimiento. Era como un Dios. Pegaba a mi madre sin razón, muchas veces le oí amenazarla:
- Te voy a abandonar, hija de puta, y tendrás que arreglártelas sola con estos críos.
Tomaba rapé. Hablaba solo y escupía sobre seres imaginarios. Nos insultaba, y le decía a mi madre:
- Eres puta e hija de puta.
Y no sólo la insultaba a ella sino a todo el mundo, Dios incluido, pero luego se arrepentía.
Mi hermano llora, se revuelve de hambre y de dolor. Me da pena, lloro con él; veo a mi padre, hecho una fiera, dirigirse hacía él con los ojos llenos de cólera y las manos como si fuera un pulpo. Nadie se lo puede impedir.
Pido socorro en mi imaginación; ¡un monstruo!, ¡un loco!, ¡deténganle! Pero el maldito le tuerce el cuello mientras la sangre escapa de su boca. Huyo dejándolo con mi madre, a la que calla con golpes y patadas. Me quedo escondido, esperando el final de la pelea. No hay ni un alma y las voces de la noche están lejanas y cercanas a la vez. El cielo, las estrellas de Dios acaban de ser testigos del crimen cometido por mi padre. Todo el mundo duerme en la ciudad. Percibo la silueta de mi madre, su voz muy baja, me busca pero me escondo en la oscuridad.
“¿Por qué ella no es tan fuerte como él?” – pienso -. Los hombres pegan a las mujeres y ellas sólo lloran y gritan.
- ¡Mohamed!, ¡Mohamed mío! Ven, no tengas miedo.
Sentí una gran satisfacción al poder verla mientras ella no podía verme.
- Estoy aquí.
- Ven.
- No. Me va a matar como acaba de matar a mi hermano.
- No tengas miedo. Ven conmigo. No te matará. Ven, cállate, que se van a enterar los vecinos.
Lloraba mientras tomaba su rapé. ¡Qué raro! – pensé -, mata a su hijo y luego lo llora.
Quedamos los tres sollozando en silencio. Mi hermano estaba amortajado con una sábana blanca. Me acosté en silencio. Era la primera vez que asistía a un entierro. El anciano cheik iba delante, llevaba en sus brazos a mi hermano envuelto en una estera. Mi padre iba detrás y yo les seguía, descalzo, cojeando. Lo metieron en un hoyo húmedo. Yo tiritaba y lloraba. Mi hermano tenía una mancha de sangre coagulada en los labios. Lo cubrieron con un pequeño montón de tierra. Al salir del cementerio, el viejo vio la sangre que tenía en los dedos y me pregunto en rifeño:
- ¿De qué es esa sangre?
- Debí pisar algún cristal.
- Ni siquiera sabe andar. Es un imbécil – comentó mi padre.
- ¿Querías a tu hermano? – me preguntó el viejo.
- Sí, mucho – le dije sollozando -. Mi madre le quería más que a mí.
- ¿Y quién no quiere a sus hijos?
Recordé a mi padre retorciéndole el cuello a Abdelkader. Estuve a punto de gritar: Mi padre no le quería, fue él quien lo mató. Sí, ha sido él, ¡lo mató!, ¡lo mató!…yo lo vi. Es él…le torció el cuello Vi como la sangre le salía de la boca. ¡Le vi, le vi…fue él! Sí, fue él. ¡Maldito sea!
Me eché a llorar para disminuir el enorme odio que sentía hacia mi padre. Tenía miedo a que me matara como había matado a mi hermano. Me reprendió, esta vez con voz baja y amenazadora:
- ¡Basta ya! Deja de llorar.
- Sí – añadió el viejo -. Tu hermano está ahora con los ángeles.
Odiaba también a aquel viejo que enterró a mi hermano.

2 comentarios:

La abuela frescotona dijo...

toda la miseria humana mostrada a través de los ojos de un niño, la promiscuidad y el hambre, el azote del mundo, es un escrito real de muchas ciudades del mundo.
el maltrato de género e infantil, ya no es propio de ciertas etnias, es universal.
que tristeza....
te abrazo querido Pepe

Anónimo dijo...

hola Pepe,llevo mucho tiempo buscando los libros de mohamed chukri, y me ha sido imposible encontrar ninguno, ni en librerias de Alicante ni por intertet, te agradeceria que si supieras de alguna editorial o alguna web en la que pueda encontrarlos me lo comuniques.
un saludo.
teresa