Así empieza LOS JUGADORES de DON DELILLO
LA PELÍCULA
Alguien dice: «Los moteles. Me gustan los moteles. Ojalá fuera propietario de una cadena de moteles repartidos por todo el mundo. Iría de uno a otro y del otro a un tercero. Así me sentiría realizado.»
Las luces del interior del aparato se atenúan. En el bar, con su piano, todo el mundo permanece momentáneamente inmóvil. Es como si cayeran por vez primera en la cuenta de cuántos sistemas de componentes mecánicos y eléctricos, qué exactitud en la gestión de las presiones, unidades de potencia, impulso consolidado y energía han sido necesarios para reducir la sensación de volar a este rudimentario temblor.
Al otro lado de las ventanillas no queda ni un ápice del crepúsculo. Cuatro hombres, tres mujeres habitan ese espacio especial de movimiento en suspenso. El único ruido que se oye es el zumbido. Un segundo de¡ oscuridad, cuanto hemos disfrutado hasta este instante, ha sido suficiente para intensificar el vínculo implícito que, más aún que la distancia, la velocidad, el destino, hace de cada viaje algo misterioso que es preciso descifrar en conjunto, por medio del talento de los viajeros, todos ellos paulatinamente al tanto del código de reconocimiento de todos los demás.
En la cabina, ahí delante, ha terminado la comida, está a punto de empezar la película.
Al volver a encenderse las luces, el hombre sentado al piano comienza a tocar una melodía. Sentada cerca de él hay una mujer que frisa la treintena, de cabello claro, desdichada por estar volando. Hay un hombre a su izquierda, que sostiene el borde de su vaso contra el labio inferior. Está claro que van juntos, una pareja, soportándose el uno al otro.
La azafata pasa de largo con almohadas y revistas, echando un vistazo a la cabina, a la pantalla de proyección, donde los créditos de la película se superponen a una imagen fija de un campo de golf, luz de primera hora del día. Cerca de la entrada del bar del piano, a poco más de tres metros del piano, hay dos sillones separados por un cenicero de pie. En ellos se sienta otra pareja evidente, hombres en este caso. Los dos miran al pianista, disfrutando por adelantado del placer producido por cualquier comentario que sugiere su elección de las melodías.
La tercera mujer está sentada al fondo del compartimento. Come anacardos que se mete en la boca y acompaña con un ginger ale. Tiene cuarenta y pocos años, viste con indiferencia. Nada más sabemos acerca de ella.
Sin auriculares, claro está, los que se encuentran en el bar del piano no son capaces de oír la banda sonora de la película que se proyecta. Luz de primera hora, algo de neblina, superficies bruñidas por la humedad. Al desaparecer el último de los rótulos de los créditos, la banderola que señala un green a lo lejos ondea ligeramente y aparecen varios hombres, golfistas con toda su parafernalia, por la izquierda de la pantalla.
A tientas, aún sin saber a qué carta quedarse en esos momentos todavía introductorios, el pianista en realidad interpreta una banda sonora característica de una película muda. Es algo que divierte a los demás, aunque sus sonrisas y sus gestos no se dirigen a nadie en concreto, se dejan llevar por la corriente, sin rumbo fijo, como sucede entre los viajeros en los primeros compases del viaje. Sólo la azafata parece molesta por los límites de esa asociación lógica entre música y película.
Cierto, la película que ven es en efecto una película muda. Pero ella da la impresión de haber vivido con anterioridad esa misma rutina.
Entre el bar del piano y la pantalla, las hileras de asientos parecen estar desiertas, sin que asome una sola cabeza por los altos respaldos mecánicos. Damos por hecho que allí hay personas sentadas, inmóviles, satisfechas al observar las imágenes que se proyectan.
La mujer que está cerca del piano comienza a bostezar de un modo casi compulsivo, un ataque de algo no muy agudo. Bosteza en los aviones como bostezaba (adolescencia) segundos antes de subirse en una montaña rusa o (primera juventud) cuando marcaba el número de teléfono de su padre. Su acompañante, con una brusquedad estilizada, de naturaleza adecuadamente chaplinesca, alza el pie izquierdo por detrás y le propina un leve puntapié en el trasero, acto concebido con tal exquisitez que ella se ríe en pleno bostezo.
Los golfistas siguen caminando en la pantalla, siete u ocho en total, todos ellos blancos, varones, orondos, varios al volante de sus carritos de golf, salvando despacio los baches y las acumulaciones de hierba en fila india. Son de mediana edad y visten esa suerte de ropa deportiva más bien llamativa y descarada que suelen gastar los hombres de los barrios residenciales acomodados en los fines de semana, prendas de colores tan chillones que podrían servir como perfecta ilustración de la estupidez propia de la segunda infancia.
El pianista añade un elemento de suspense a su secuencia sonora.
Su rostro, aunque arrugado en torno a los ojos, ha tardado en perder una apariencia de franqueza atractiva, el emblema objetivo de una competencia moral que solemos relacionar con los jóvenes que se dedican a la cerámica o a la investigación submarina.
Superficies húmedas, brisa suave, la neblina que se despeja poco a poco. Los golfistas se apiñan en torno al tee de salida de un hoyo y los integrantes de un improvisado equipo de tres practican por turnos el swing, contorsionando todo el cuerpo al seguir el vuelo de la bola. La ponen lejos, en plena calle, mientras sus compañeros practican también sus swings, uno de ellos (cárdigan amarillo) se coloca la cabeza del palo en el sobaco y finge apuntar con el palo, brevemente, cual si fuera un arma de fuego, un instante totalmente improvisado y ensombrecido por un entorno de actividad circundante.
El mayor de los homosexuales se inclina sobre el cenicero para dar a su acompañante un codazo teatral. El pianista también se ha percatado del gesto casi disimulado del golfista del cárdigan amarillo, y responde a él con una serie de acordes graves. Trascendencia, presagios.
Vale la pena reseñar que paisaje y paisanaje se ven desde el particular punto de vista de una lente de largo alcance. Es toda una lección sobre la intimidad de la lejanía. En este contexto, el espacio parece no tanto una experiencia intuitiva cuanto una serie de densidades relativas. Interviene en bloques compactos. Lo que comparte la cámara con quienes miran la escena es una apreciación de la astucia óptica. La sensación de ser invisible. El público como testigo privilegiado…
LA PELÍCULA
Alguien dice: «Los moteles. Me gustan los moteles. Ojalá fuera propietario de una cadena de moteles repartidos por todo el mundo. Iría de uno a otro y del otro a un tercero. Así me sentiría realizado.»
Las luces del interior del aparato se atenúan. En el bar, con su piano, todo el mundo permanece momentáneamente inmóvil. Es como si cayeran por vez primera en la cuenta de cuántos sistemas de componentes mecánicos y eléctricos, qué exactitud en la gestión de las presiones, unidades de potencia, impulso consolidado y energía han sido necesarios para reducir la sensación de volar a este rudimentario temblor.
Al otro lado de las ventanillas no queda ni un ápice del crepúsculo. Cuatro hombres, tres mujeres habitan ese espacio especial de movimiento en suspenso. El único ruido que se oye es el zumbido. Un segundo de¡ oscuridad, cuanto hemos disfrutado hasta este instante, ha sido suficiente para intensificar el vínculo implícito que, más aún que la distancia, la velocidad, el destino, hace de cada viaje algo misterioso que es preciso descifrar en conjunto, por medio del talento de los viajeros, todos ellos paulatinamente al tanto del código de reconocimiento de todos los demás.
En la cabina, ahí delante, ha terminado la comida, está a punto de empezar la película.
Al volver a encenderse las luces, el hombre sentado al piano comienza a tocar una melodía. Sentada cerca de él hay una mujer que frisa la treintena, de cabello claro, desdichada por estar volando. Hay un hombre a su izquierda, que sostiene el borde de su vaso contra el labio inferior. Está claro que van juntos, una pareja, soportándose el uno al otro.
La azafata pasa de largo con almohadas y revistas, echando un vistazo a la cabina, a la pantalla de proyección, donde los créditos de la película se superponen a una imagen fija de un campo de golf, luz de primera hora del día. Cerca de la entrada del bar del piano, a poco más de tres metros del piano, hay dos sillones separados por un cenicero de pie. En ellos se sienta otra pareja evidente, hombres en este caso. Los dos miran al pianista, disfrutando por adelantado del placer producido por cualquier comentario que sugiere su elección de las melodías.
La tercera mujer está sentada al fondo del compartimento. Come anacardos que se mete en la boca y acompaña con un ginger ale. Tiene cuarenta y pocos años, viste con indiferencia. Nada más sabemos acerca de ella.
Sin auriculares, claro está, los que se encuentran en el bar del piano no son capaces de oír la banda sonora de la película que se proyecta. Luz de primera hora, algo de neblina, superficies bruñidas por la humedad. Al desaparecer el último de los rótulos de los créditos, la banderola que señala un green a lo lejos ondea ligeramente y aparecen varios hombres, golfistas con toda su parafernalia, por la izquierda de la pantalla.
A tientas, aún sin saber a qué carta quedarse en esos momentos todavía introductorios, el pianista en realidad interpreta una banda sonora característica de una película muda. Es algo que divierte a los demás, aunque sus sonrisas y sus gestos no se dirigen a nadie en concreto, se dejan llevar por la corriente, sin rumbo fijo, como sucede entre los viajeros en los primeros compases del viaje. Sólo la azafata parece molesta por los límites de esa asociación lógica entre música y película.
Cierto, la película que ven es en efecto una película muda. Pero ella da la impresión de haber vivido con anterioridad esa misma rutina.
Entre el bar del piano y la pantalla, las hileras de asientos parecen estar desiertas, sin que asome una sola cabeza por los altos respaldos mecánicos. Damos por hecho que allí hay personas sentadas, inmóviles, satisfechas al observar las imágenes que se proyectan.
La mujer que está cerca del piano comienza a bostezar de un modo casi compulsivo, un ataque de algo no muy agudo. Bosteza en los aviones como bostezaba (adolescencia) segundos antes de subirse en una montaña rusa o (primera juventud) cuando marcaba el número de teléfono de su padre. Su acompañante, con una brusquedad estilizada, de naturaleza adecuadamente chaplinesca, alza el pie izquierdo por detrás y le propina un leve puntapié en el trasero, acto concebido con tal exquisitez que ella se ríe en pleno bostezo.
Los golfistas siguen caminando en la pantalla, siete u ocho en total, todos ellos blancos, varones, orondos, varios al volante de sus carritos de golf, salvando despacio los baches y las acumulaciones de hierba en fila india. Son de mediana edad y visten esa suerte de ropa deportiva más bien llamativa y descarada que suelen gastar los hombres de los barrios residenciales acomodados en los fines de semana, prendas de colores tan chillones que podrían servir como perfecta ilustración de la estupidez propia de la segunda infancia.
El pianista añade un elemento de suspense a su secuencia sonora.
Su rostro, aunque arrugado en torno a los ojos, ha tardado en perder una apariencia de franqueza atractiva, el emblema objetivo de una competencia moral que solemos relacionar con los jóvenes que se dedican a la cerámica o a la investigación submarina.
Superficies húmedas, brisa suave, la neblina que se despeja poco a poco. Los golfistas se apiñan en torno al tee de salida de un hoyo y los integrantes de un improvisado equipo de tres practican por turnos el swing, contorsionando todo el cuerpo al seguir el vuelo de la bola. La ponen lejos, en plena calle, mientras sus compañeros practican también sus swings, uno de ellos (cárdigan amarillo) se coloca la cabeza del palo en el sobaco y finge apuntar con el palo, brevemente, cual si fuera un arma de fuego, un instante totalmente improvisado y ensombrecido por un entorno de actividad circundante.
El mayor de los homosexuales se inclina sobre el cenicero para dar a su acompañante un codazo teatral. El pianista también se ha percatado del gesto casi disimulado del golfista del cárdigan amarillo, y responde a él con una serie de acordes graves. Trascendencia, presagios.
Vale la pena reseñar que paisaje y paisanaje se ven desde el particular punto de vista de una lente de largo alcance. Es toda una lección sobre la intimidad de la lejanía. En este contexto, el espacio parece no tanto una experiencia intuitiva cuanto una serie de densidades relativas. Interviene en bloques compactos. Lo que comparte la cámara con quienes miran la escena es una apreciación de la astucia óptica. La sensación de ser invisible. El público como testigo privilegiado…
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