domingo, 4 de julio de 2010

EL ROBO (PARTE DOS)

...Me planté frente a las estanterías con largas filas de libros convenientemente expuestos. Eché una rápida mirada a los ejemplares hasta que di con el dibujo de la portada que tanto me había cautivado. Allí estaba el libro con sus letras amarillas: VENTISCA. Me acerqué, al extender el brazo para cogerlo vi que mi mano temblaba sospechosamente. Miré con disimulo alrededor para comprobar si alguien me observaba. Todo el mundo estaba a lo suyo. Cogí el libro y lo estuve ojeando. Mi cabeza era un caos, traté de tomar una decisión al respecto pero no conseguí aclarar mis pensamientos. Mientras tanto seguí sujetando el libro. Fingí que leía la sinopsis de la contraportada, pero por mucho que me concentré en leer las primeras líneas me fue imposible ya que mis nervios estaban a flor de piel y mis pensamientos vacilaban entre esconderme el libro en la entrepierna o dejarlo en la estantería y salir de allí con las manos vacías y la conciencia tranquila. Por un momento conseguí dejar mi mente en blanco y para cuando quise darme cuenta tenía el libro escondido debajo del jersey. Me dirigí a la puerta de salida que en aquellos momentos se me antojó a cientos de kilómetros. Caminé tratando de aparentar normalidad. A cada paso notaba cómo las esquinas del libro se me clavaban en la tripa y en la ingle. Tuve la impresión de que libro sobresalía por debajo de mi ropa delatando sus contornos, no quise comprobarlo para no levantar más sospechas. Pasé por delante de dos cajeras convencido de que me iban a dar el alto. Ni siquiera me miraron. Llegué a la puerta principal y salí a la calle. No me lo podía creer, lo había conseguido. Era tal el exceso de adrenalina que circulaba por mis venas que sentí el impulso de anunciar mi éxito a voz en grito, en lugar de eso eché a correr. Corrí a toda velocidad a pesar de que las esquinas del libro seguían clavándoseme con cada zancada. Aun con esas corrí, alentado por la alegría y por la necesidad de soltar lastre. El libro ya era mío. Seguí corriendo.
La casa de Álvaro, mi mejor amigo, estaba a más de tres kilómetros del centro comercial, no paré de correr hasta llegar a su puerta. En el portal me levanté el jersey y saqué el libro. El sudor de mi abdomen estaba esparcido por toda la portada, lo froté con la manga hasta secarlo. La tapa era de cartón duro plastificado y no quedaron restos de humedad. Me lo acerqué para olerlo y comprobé que el aroma a papel nuevo prevalecía por encima de cualquier otro olor. Antes de llamar al timbre me tomé un par de minutos para regodearme en la visión del libro. Lo apreté con fuerza sobre el pecho, quería hacerlo mío a base de abrazarlo, sentirlo de mi propiedad. Finalmente llamé al timbre.
Álvaro y yo subimos a su habitación.

- ¿Es tuyo? – dijo Álvaro refiriéndose al libro.
- Sí. – respondí orgulloso.
- ¿De dónde lo has sacado?
- De “Simango”.
- ¿Lo has robado?

Asentí con la cabeza sintiéndome más orgulloso aún.

- ¿Me lo dejas leer?

Quise negarme en rotundo, pero viendo la ilusión que le hacía no pude. Al fin y al cabo era mi mejor amigo.

- Está bien. Pero léetelo deprisa porque yo también quiero leerlo cuanto antes.
- Gracias tío. Lo leeré a toda hostia, no te preocupes.

De hecho, Álvaro se puso a leerlo de inmediato dejándome a mí a mi aire. Para entretenerme cogí un par de cómics de Los Cuatro Fantásticos y ojeé las viñetas por encima, sin detenerme a leer los bocadillos. De vez en cuando miraba a mi amigo de soslayo y al verlo enfrascado en la lectura sentía envidia. Varias veces estuve a punto de retractarme y pedirle que me devolviera el libro. Después de un par de horas le dije que me iba a casa a cenar. Álvaro apenas levantó la cabeza del libro y tan solo me dedicó un pequeño gesto con la mano a modo de despedida. De camino maldije para mis adentros. Estaba disgustado conmigo mismo por prestarle el libro a Álvaro. Había pasado por una gran angustia para hacerme con el dichoso librito y todo para nada. Calculé que a buen ritmo, mi amigo, tardaría una semana en leérselo. No estaba dispuesto a esperar tanto.
Esa noche también me costó conciliar el sueño. No podía comprender mi grado de estupidez. Había puesto en peligro el trabajo de mi padre por conseguir un libro que de buenas a primeras cedía a un amigo. No cabía duda, yo era un gilipollas de primera. Y para confirmar que realmente lo era, decidí que al día siguiente robaría otro libro.

Continuará


® pepe pereza

2 comentarios:

José Luis Moreno-Ruiz dijo...

Qué tiempos, cuando entrabas en una librería, comprabas un libro baratito y te llevabas cuatro o cinco más, de los caros.
No había códigos de barras ni chivatos electrónicos en las puertas.
Recuerdo haber ido con una chica, y entre la caña de mis botas camperas, donde metía un par de libros de bolsillo, y el capacho de ella, nos hacíamos al cabo con un magnífico botín libresco.
Me han dicho que ahora, si pones papel de plata donde está el avisador, al salir no pita el chivato electrónico de la puerta. Pero no me atrevo a probarlo.
Había tipos que eran auténticos maestros. Un amigo de entonces, ya fallecido, se hizo volumen a volumen con la enciclopedia de los toros, el llamado Cossío, que se fue llevando de la Casa del Libro (en Madrid) volumen a volumen. Al amparo de su gabardina, sin más.
JL

pepe pereza dijo...

José Luis, yo desde que pasé por esta experiencia no he vuelto a tener el coraje para robar otra vez, de hecho, arrastro un complejo desde entonces, cada vez que entro en unos grandes almacenes tengo la impresión de que todo el mundo cree que voy a robar algo y me pongo muuy nervioso.
Muchas gracias por pasarte por esta que es tu casa.
Abrazo inmenso