sábado, 24 de abril de 2010

EL AHOGADO

Paseaban por la orilla del lago hablando de sus cosas. Marta tenía doce años y Rebeca estaba a punto de cumplir los trece. Eran amigas inseparables desde párvulos. Se sentaban siempre juntas en clase, salían siempre juntas al recreo y después del colegio comían siempre juntas en casa de una u otra. Sólo se separaban para dormir. Y ni eso, porque la mayoría de las noches, pedían a sus familias que las dejasen dormir juntas. Facilitaba mucho las cosas que fuesen vecinas. Quizá por eso sus padres consentían. Aquella mañana, las dos paseaban por la orilla hablando, sobre todo, de chicos. Las hormonas empezaban a dar guerra y sus cuerpos comenzaban a desarrollarse.

- …A mí el que me gusta es Pedro. Jó, tiene unos ojos… y es tan así, no sé… como tierno – dijo Marta, haciéndose la interesante.
- Y además tiene un paquetón… que me he fijado yo – añadió Rebeca poniendo el puntito picante.
- ¿Tú también te has fijado? - confesó Marta tímidamente.

Y las dos se echaron a reír cómplices de tal desvergüenza. Siguieron bordeando el lago. El sol trepaba por las copas de los árboles, las lagartijas abandonaban sus agujeros para calentarse y la primavera se dejaba sentir en cada matiz del paisaje. Las chicas siguieron hablando de chicos y la conversación, poco a poco, fue haciéndose más íntima. Ambas exponían su desconocimiento sobre amor y sexo, compartiendo sus deseos y los secretos sobre los evidentes cambios en sus cuerpos. De pronto lo vieron. Estaba flotando boca abajo, muy cerca de la orilla, enredado entre juncos y ramas. Era el cadáver desnudo de un joven. A juzgar por su estado, no llevaría ahogado más de un día. Marta quiso salir corriendo pero Rebeca la convenció para examinar un poco más de cerca el cadáver. Marta estaba aterrorizada. Sin embargo Rebeca se sintió ligeramente atraída por la desnudez masculina de aquel cuerpo. Rebeca se ayudó de un palo para darle la vuelta al cadáver. Marta no pudo reprimir un grito al verle los ojos abiertos y la panza tan hinchada. Rebeca se fijó en el pene que le colgaba entre las piernas.

- Pero… ¿qué haces, tía? ¡¡Vámonos de aquí!! – dijo Marta a punto del desmayo.
- Espera un poco…
- Hay que avisar a la policía.
- Sí, pero espera...

Marta no podía creerse el extraño comportamiento de su amiga. Apenas se la veía afectada. Rebeca extendió el palo como si fuese una prolongación de su mano y con él rozó el pene del ahogado. Marta volvió a gritar tapándose los ojos con las manos. No quería ver lo que estaba haciendo su amiga.

- ¡Rebeca, por favor, vámonos! – rogó Marta con lágrimas en los ojos.
- ¿Tú no quieres verlo? Estoy segura de que Pedro la tiene igual de grande – dijo Rebeca sin dejar de toquetear el pene con el palo.
- ¡Calla!
- Es que yo nunca había visto uno de verdad… ¿Tú sí?
- Sabes perfectamente que no.
- ¡Joder, si es enorme!
- No quiero escucharte… – gritó Marta a la vez que echaba a correr.

Rebeca siguió jugueteando con el palo unos minutos más, explorando cada palmo del ahogado. Una vez que hubo saciado su curiosidad, tiró el palo al agua y regresó. Desde entonces Marta y Rebeca dejaron de ser inseparables.

© Pepe Pereza

2 comentarios:

Mercedes Pinto dijo...

Es curioso cómo todo lo que nos une en la niñez se puede esfumar en un solo momento al llegar a la adolescencia. Es cierto, mientras Rebeca y Marta fueron niñas odían compartir sus inocencias, sus límpias vidas. Pero un aquel día Rebeca le demostró a Marta que sus diferencias habían empezado a manifestarse y que en realidad sus vidas de adultas estarían muy lejos una de otra.
Un texto muy interesante por sus líneas y entrelíneas.
Un abrazo.

Luisa dijo...

Buen relato.
Puedes conocer muy bien a una persona, compartirlo todo, pero siempre hay alguna fracción de ella que se desconoce. Y cuando aflora… puede que ya no sea lo mismo.
¡Hay que ver el morbo que tiene la niña! Si veo yo a un cadáver salgo echando leches.

Un beso, Pepe.