miércoles, 14 de abril de 2010

UN DÍA CUALQUIERA

El sol, a punto de elevarse, se perfilaba en las siluetas de los edificios. La luz cambiante del alba teñía de ámbar y grana el conjunto de nubes que flotaban por encima de los tejados. Las cigüeñas volaban hacia los basureros y los aviones dejaban líneas blancas en el cielo, como si fueran rayas de cocaína sobre un espejo. Él disfrutaba del espectáculo desde su ventana, sujetando una humeante taza de café en las manos y un porro en la comisura de los labios. Expulsó el humo de sus pulmones y contempló anonadado los caracteres sinuosos de las volutas. Cuando el sol se asomó por encima de los tejados percibió en su cara una aterciopelada caricia de luz y calor que le hicieron estremecerse. Las semanas anteriores habían sido una retahíla de días grises y lluviosos. Por eso, la presencia de un sol primaveral era tan de agradecer. Apuró el café. Desde la ventana tenía una amplia panorámica de la ciudad. El espectáculo de la salida del sol era de sus preferidos y siempre que podía desayunaba delante de la ventana admirando el acontecimiento. Sin duda era la mejor manera de empezar el día. Se mantuvo así hasta que el porro se consumió y tuvo que apartarse de la ventana para apagarlo en el cenicero. Miró la hora. Eran las ocho y veintinueve. Aún le daba tiempo para desalojar sus tripas y hacerse otro porro para el camino.
Mientras conducía hacia el Palacio de Congresos iba escuchando una emisora de música rock. El tema que se oía por los altavoces era de Janis Joplin. Abrió ligeramente la ventanilla de la derecha para que el interior del vehículo se despejase del humo de hachís. Aprovechando que la ventanilla estaba abierta exhaló una bocanada en esa dirección. Llegó a la rotonda de La Fuente de Murrieta y trató de hacerse un hueco entre los demás vehículos. Él odiaba esa rotonda y más a esa hora de la mañana cuando toda la ciudad tomaba ese mismo camino para dirigirse a sus respectivos trabajos. Después de girar a la derecha y salir de la rotonda se sintió más relajado. Aspiró del porro que llevaba sujeto entre sus labios, pero se había apagado y tuvo que encenderlo de nuevo. Al hacerlo apartó la vista de la carretera durante una milésima de segundo para poder atinar con la punta del canuto dentro del encendedor. Como consecuencia estuvo a punto de golpear el coche que iba por delante. Afortunadamente consiguió pisar el freno a tiempo. Se maldijo a sí mismo por el descuido y centró toda su atención en la carretera. En la radio, la locutora hizo la presentación del siguiente tema y la música salió de los altavoces. Era Nick Cave haciendo una versión del tema de Leonard Cohen llamado “I´m Your Man”. Apagó el porro estrujándolo contra el fondo del cenicero y subió la ventanilla. La canción alcanzó todo su esplendor y él siguió el ritmo golpeando con los dedos sobre el volante. Enfiló la rampa que conducía al aparcamiento del Palacio de Congresos y aparcó a un lado de la puerta de entrada al muelle de carga del escenario. El único coche que había en el aparcamiento era el suyo. Consultó la hora: Las nueve menos tres minutos. Le extrañó que no hubiera nadie esperando. Normalmente los chicos de carga y descarga solían llegar cinco minutos antes. Apagó el motor y subió el volumen de la radio. Nick Cave sonaba de maravilla a esas horas de la mañana. Se fijó en el edificio que tenía en frente. El Palacio de Congresos era enorme y proyectaba su sombra sobre el camino que bordeaba la orilla del río. Siguió dentro del coche hasta que la canción llegó a su fin, entonces sacó la llave del contacto y salió. El sol seguía alzándose en el cielo y él se ajustó las gafas de sol antes de presionar la cerradura electrónica del automóvil. Un “Clip, clip” resonó por todo el aparcamiento espantando a un grupo de gorriones que picoteaban junto al los jardines de césped. Se acercó a la puerta metálica del gran edificio y se apoyó en la pared al amparo del sol. Era agradable estar allí, como un reptil calentándose la sangre. Sin embargo un presentimiento le decía que le habían hecho venir una hora antes. Se encendió un cigarro y fumó apoyado en la pared. Viendo que eran las nueve y que nadie aparecía cogió su móvil, marcó unos números. Al otro lado contestó Raúl.

- Raúl, ¿a qué hora hemos quedado?
- (Con voz somnolienta) A las diez.
- ¡Me cago en la hostia puta! Ayer me dijiste a las nueve.
- Hostia, me confundí.
- ¡Joder, tío!...
- Lo siento.
- No pasa nada… Aprovecharé para tomar un café. Nos vemos a las diez.
- Hasta luego.

No era la primera vez que le hacían algo así. Maldijo en silencio. El “Clip, clip” se escuchó de nuevo en el aparcamiento. Entró en el vehículo y arrancó. Salió del aparcamiento rumbo a la cafetería. En la radio sonaba el tema de Radiohead “Just”.
Aparcó frente a la cafetería dejando el coche en doble fila con las luces de posición encendidas. Se apeó del coche y entró en la cafetería. Hoy le tocaba el turno de mañana a la camarera rumana que le tenía medio enamorado. Estaba de suerte, aunque, por otro lado, la barra estaba a tope y todos los periódicos ocupados. Cuando le llegó el turno pidió un café cortado haciendo gala de su mejor sonrisa. La rumana, carente de cualquier signo de simpatía se limitó a darle la espalda para preparar, cara a la cafetera, el cortado. Cuando el café estuvo listo, la rumana le dejó la taza enfrente sin mirarle siquiera. Después de tomarse el café regresó al aparcamiento del Palacio de Congresos y aparcó en el mismo sitio que antes. Seguía siendo el único coche del aparcamiento. Se lió un porro. Dudó entre fumárselo dentro del coche o salir y caminar unos metros hasta la orilla del río. Salió del coche. “Clip, clip” Caminó hasta los lindes de la orilla del río. Se estaba bien bajo el sol. Las aguas del río bajaban bravas y turbias. Al otro lado de la orilla había una carretera que se extendía en paralelo siguiendo el recorrido del río. De vez en cuando las aguas arrastraban pequeños troncos arrancados por la crecida. Él comparó la velocidad de los coches que circulaban por la carretera con los troncos que arrastraba el río, haciendo apuestas imaginarias por unos y otros. Apuró el porro hasta casi quemarse los labios y tiró la colilla a las aguas marrones. Por los alrededores algunos ancianos paseaban y también había gente corriendo y en bicicleta. Pensó en qué hacía aquella gente por allí, él tenía que trabajar y no le quedaba más remedio pero no conseguía entender por qué la gente madrugaba para algo tan insustancial como hacer footing. Decidió obviarlos a todos y concentrarse en las aguas del río. Recordó los veranos cuando era un adolescente e iba con sus amigos a bañarse junto a la presa. Por aquel entonces las aguas del Ebro estaban más limpias y la gente no dudaba en bañarse en ellas. De pronto algo llamó su atención. Era algo grande que arrastraba la corriente. Se quitó las gafas de sol para ver mejor. Era el cadáver de un caballo. Tenía la tripa hinchada y la fuerza de la corriente le hacía girar sobre sí mismo. Cuando pasó por delante se fijó en que el cadáver no tenía ojos. Tampoco tenía labios, con lo cual la dentadura le quedaba al descubierto. El gesto macabro del cuadrúpedo le revolvió las tripas y tuvo que reprimir un par de vómitos. El cadáver siguió girando sobre sí mismo corriente abajo, levantando sus patas al cielo para luego hundirlas en las aguas. Necesitaba nicotina y se encendió un cigarro. Miró su reloj. Eran las diez menos diez. Le quedaban diez minutos para disfrutar del sol. Todavía podía distinguir a lo lejos las patas de caballo entrando y saliendo de las aguas. Se puso las gafas y regresó junto a la puerta metálica de acceso al muelle de carga del escenario. Apoyado contra la soleada pared recordó la descarnada dentadura del caballo. Era la sonrisa de la muerte, pensó. Un coche enfiló la rampa del aparcamiento. Era el de Raúl, el jefe de los técnicos, su jefe. El coche se detuvo junto a la entrada. Raúl bajó la ventanilla y accionó el mando a distancia de la puerta metálica. Los mecanismos de la puerta se activaron y comenzó a elevarse.

- Siento mucho el despiste que he tenido – se disculpó.
- No pasa nada. He aprovechado para tomar un poco el sol.
- Falta te hace. Estás demasiado pálido.
- Ya sabes que yo soy un ave nocturna.

Raúl soltó un par de carcajadas. Él sonrió con el cigarro entre la comisura de los labios. Prefirió no comentar nada del caballo. La puerta metálica terminó su ascenso y Raúl metió el coche dentro del muelle de carga. Él siguió apoyado contra la pared fumando del cigarro. Le esperaba un duro día de trabajo y decidió tomárselo con calma. Cuando el cigarro se consumió, lo arrojó por encima de su hombro, se despidió del sol y entró en el oscuro muelle de carga.

2 comentarios:

Mercedes Pinto dijo...

Aquí estoy, siguiendo tus relatos, siempre amenos, que hace que las cosas más sencillas, como llegar temprano a una cita por error, se conviertan en importantes. Ese caballo arrastrado por el Ebro... A ver si fue tanto porro...
Un abrazo.

Luisa dijo...

Pepe, me ha parecido estar frente al comienzo de una novela. De hecho, he tenido que volver a leer el título, por si habías puesto algo al respecto y a mí se me había pasado. De cualquier modo es un relato con un arranque de largo recorrido. Me ha encantado. Lo del caballo te deja sin aliento. Muy bueno.

Un beso, Pepe.