jueves, 1 de julio de 2010

ROCK SPRINGS de RICHARD FORD


Así empieza ROCK SPRINGS de RICHARD FORD

Rock Springs
Edna y yo salimos de Kalispell camino de Tampa-St. Pete, donde todavía me quedaban algunos amigos de los buenos tiempos, gente que jamás me entregaría a la policía. Me las había arreglado para tener algunos roces con la ley en Kalispell, todo por culpa de unos cheques sin fondos, que en Montana son delito penado con la cárcel. Yo sabía que a Edna le rondaba la cabeza la idea de dejarme, porque no era la primera vez en mi vida que tenía líos con la justicia. Edna también había tenido sus problemas, la pérdida de sus hijos y evitar día tras día que Danny, su ex marido, se colara en su casa y se lo llevara todo mientras ella trabajaba, que era el verdadero motivo por el cual me fui a vivir con ella al principio; eso y la necesidad de darle a mi hija Cheryl una vida algo mejor.
No sé muy bien qué había entre Edna y yo; tal vez eran unas corrientes confluyentes las que nos habían hecho acabar varados en la misma playa. Aunque —como sé muy bien— a veces el amor se construye sobre cimientos aún más frágiles. Y cuando aquella tarde entré en casa, me limité a preguntarle si quería venirse a Florida conmigo y dejarlo todo tal como estaba, y ella me dijo: «¿Por qué no? Tampoco tengo la agenda tan llena.»
Edna y yo llevábamos juntos ocho meses, viviendo más o menos como marido y mujer, y aunque parte de ese tiempo yo estuve en paro, durante unos meses trabajé de subalterno en el canódromo y pude ayudar a pagar el alquiler y tranquilizar a Danny cuando se presentaba. Danny me tenía miedo porque Edna le había dicho que estuve en la cárcel en Florida por haber matado a un hombre. Aunque no era cierto. Una vez me metieron en chirona en Tallahassee por robar neumáticos, y otra vez me metí en una pelea de granjeros en la que un tipo perdió un ojo. Pero no fui yo quien hizo el daño, y Edna sólo pretendía hacer más graves mis culpas para que Danny no hiciese locuras y la obligase a quedarse de nuevo con los niños, porque Edna finalmente se había acostumbrado a no tenerlos, y yo ya tenía conmigo a Cheryl. No soy una persona violenta; jamás le arrancaría un ojo a nadie, ni mucho menos le mataría. Helen, mi ex esposa, estaría dispuesta a venir desde Waikiki Beach para atestiguarlo. Nunca hubo violencia entre nosotros, y soy partidario de cruzar la calle para alejarme de los líos. Pero Danny no lo sabía.
Estábamos ya a mitad de Wyoming, camino de la I-80. Nos sentíamos muy bien, pero de pronto la luz del aceite del coche que había robado empezó a parpadear, y supe que era una pésima señal.
Me hice con un buen coche, un Mercedes color arándano que encontré en el aparcamiento de un oftalmólogo, en Whitefish, Montana. Me pareció muy cómodo para un viaje tan largo, porque pensé que tendría un buen kilometraje —lo cual resultó falso— y porque nunca había tenido un buen coche —sólo viejos cacharros Chevrolet y camionetas usadas— desde que era un niño y recogía limones entre cubanos.
El coche nos levantó el ánimo aquel día. No paré de subir y bajar las ventanillas, y Edna contó chistes y nos hizo muecas. A veces era muy divertida. Se le encendían las facciones como si fuera un faro, y era entonces cuando se veía su belleza, en absoluto corriente. Todo esto me dejó como mareado. Bajé directamente hasta Bozeman, y luego crucé el parque hasta Jackson Hole. Alquilé la suite nupcial del Quality Court de Jackson, dejamos a Cheryl y a su perrito Duke durmiendo y Edna y yo nos fuimos en coche a un merendero y estuvimos bebiendo cerveza y riendo hasta después de media-noche.
Para nosotros era como comenzar de nuevo; dejar atrás los malos recuerdos y abrirnos a un nuevo horizonte. Llegué a estar tan eufórico que hice que me tatuaran en el brazo TIEMPOS GLORIOSOS, y Edna se compró un sombrero indio con plumas, y un brazalete de plata y turquesas para Cheryl, e hicimos el amor en el asiento del coche, en el aparcamiento del Quality Court, justo cuando el sol encendía el Snake River y todo parecía ser el final del arco iris.
Fue precisamente ese entusiasmo, de hecho, lo que me llevó a conservar el coche un día más en lugar de empujarlo al fondo del río y robar otro, que es lo que tendría que haber hecho, y lo que siempre hacía.
En el lugar donde el coche empezó a fallar no había ni pueblo ni casa alguna a la vista, sólo unas montañas bajas a unos setenta kilómetros —o quizá el doble— de distancia, una valla de alambre de espinos en ambas direcciones, una extensión de pradera yerma y unos cuantos halcones cazando insectos en el cielo de la tarde.
Bajé para echarle una ojeada al motor, y Edna se apeó con Cheryl y el perro para que hicieran pipí junto al coche. Miré el agua, comprobé la varilla del aceite, y todo estaba en orden.
—¿Qué significa esa luz, Earl? —preguntó Edna.
Se había acercado al coche y llevaba el sombrero puesto. Trataba de calibrar cómo estaban las cosas.
—Sería mejor que no siguiéramos con él —dije—. Al aceite le pasa algo.
Edna se volvió a mirar a Cheryl y a Duke que hacían pipí uno junto al otro sobre el asfalto, como un par de muñecos, y después miró hacia las montañas, que iban ennegreciéndose y perdiéndose a lo lejos.
—¿Qué podemos hacer? —dijo Edna.
Aún no estaba preocupada, pero quería saber mi opinión. —Voy a probarlo otra vez.
—Buena idea —dijo ella, y nos montamos todos en el coche.
Cuando le di a la llave de contacto, el motor se puso en marcha en el acto, la luz roja se apagó y no se oyó ningún ruido sospechoso. Lo dejé un momento en punto muerto; luego pisé un poco el acelerador sin perder de vista el testigo del aceite. Pero no se encendió ninguna luz roja, y empecé a preguntarme si no habría soñado que la había visto, o si no habría sido el sol reflejado en los cromados de la ventanilla, o si no estaría yo asustado por algo sin saberlo.
—¿Qué le pasa, papá? —preguntó Cheryl desde el asiento trasero.
Me volví y la miré. Llevaba puesto su brazalete de turquesas y el sombrero de Edna encajado en la coronilla, y tenía sobre el regazo su perrito Heinz blanco y negro. Parecía una pequeña vaquera de película.
—Nada, cariño, ya está todo arreglado —respondí
—Duke ha hecho pis en el mismo sitio que yo —dijo Cheryl, y se echó a reír.
—Menudo par —comentó Edna sin volverse. Edna solía tratar bien a Cheryl, pero yo sabía que ahora estaba cansada. Habíamos dormido poco y Edna se ponía irritable cuando no dormía—. Tendríamos que deshacernos de este maldito coche a la primera oportunidad.
—¿Dónde será esa primera oportunidad? —pregunté, porque Edna había estado estudiando el mapa.
—Rock Springs, Wyoming —dijo Edna con decisión—. A cincuenta kilómetros de aquí, por esta misma carretera. —Señaló hacia el frente.
Se me había metido en la cabeza la idea de llegar con aquel coche hasta Florida; lo habría considerado una gran hazaña. Pero sabía que Edna tenía razón, que no debíamos correr riesgos estúpidos. Había llegado a pensar que era mi coche, y no el del oftalmólogo, y así es como uno acaba atrapado en estas cosas.
—Entonces creo que deberíamos ir a Rock Springs y hacernos con otro coche —dije. Pretendía mostrarme animoso, como si todo nos estuviera saliendo a pedir de boca.
—Me parece una gran idea —dijo Edna y se inclinó hacia mí y me besó con fuerza en los labios.
—Me parece una gran idea —repitió Cheryl—. Vayámonos de aquí ahora mismo.

Recuerdo aquel crepúsculo como el más hermoso que haya visto en toda mi vida. En el momento mismo de tocar el sol el borde del horizonte, el aire se incendió súbitamente en joyas y lentejuelas, en un estallido que jamás había visto y que jamás he vuelto a ver desde entonces. Nada como el Oeste para los crepúsculos; son superiores incluso a los de Florida, pues aunque tiene fama de ser un estado llano la mitad de las veces los árboles te impiden ver el horizonte.

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