LA ESPERALlevaba más de una hora esperando.
- ¿Dónde estará ése cabrón?
Se acercó a una de las ventanas y por el hueco dejado por la persiana miró al exterior. Nada, ni rastro de él. Sabía que iba a perder los nervios, lo sabía. No era la primera vez que pasaba por eso. Necesitaba relajarse así que se metió en el ataúd que tenía en el dormitorio y se quedó allí tumbado. Dentro del ataúd siempre lograba amansar sus ansias. Intentó controlar su respiración para calmar el flujo sanguíneo y de paso su corazón. El interior de la vivienda estaba en penumbra dado que todas las persianas estaban bajadas impidiendo que entrase la luz del día. Él se consideraba un ave nocturna y siempre que le era posible evitaba todo lo que tuviera que ver con lo diurno.
No paraba de rascarse el antebrazo izquierdo. El picor y la maldita espera eran como grandes y pesadas losas que le aplastaban el pecho impidiéndole respirar. Si respiraba con dificultad le era imposible controlar sus nervios. Así que intentó apartar de su mente todas esas cuestiones que le alteraban. El ataúd, a pesar de estar gastado por el uso, conservaba la comodidad de antaño, cuando aún era nuevo.
- Recuerda cuando eras joven y gozabas de prestigio. Piensa en los buenos tiempos, en las bellas mujeres que pasaron por tu vida. Regodéate con el pasado y obvia el presente – se dijo a si mismo en rumano.
Por unos momentos se sintió libre de presiones y angustias. Revivió aquellos lejanos días de éxito, fama y fortuna.
- ¡Oh, sí! Los restaurantes más prestigiosos, las lujosas suites, las más bellas mujeres… Las mejores drogas…
Se dio cuenta de que otra vez se estaba rascando el antebrazo izquierdo.
- ¿Cuándo va a llegar ese cabrón de mierda?
Debido a la insistencia de sus uñas sangró levemente. Se llevó la zona afectada hasta la boca y chupó la sangre. El sabor de la sangre le hizo volver a sus recuerdos de ataño.
- ¡Qué tiempos aquellos! Ojalá pudieran volver – susurró en rumano.
Pero eso era imposible y él lo sabía. Salió del ataúd y fue hasta la ventana del salón para mirar por el hueco dejado por la persiana. Nada, ni rastro de su camello. O se metía un chute inmediatamente o perdería el control de si mismo. Notaba el síndrome de abstinencia en cada poro de su piel y a medida que el tiempo pasaba la angustia y el dolor se intensificaban. Su anciano cuerpo ya no estaba para ese tipo de acometidas y sintió miedo. Un sudor frío le bajó por la espalda haciéndole estremecer. ¿Y si su camello no aparecía? ¿Qué haría entonces? No sabía de nadie más que le pudiese proporcionar una dosis. Presa del pánico recorrió la habitación. Se sintió como un gato enjaulado. Acudió al cuarto de baño, abrió el grifo y se lavó la cara en un vano intento por tranquilizarse. Se secó y regresó al salón para echar un vistazo por el hueco de la ventana. No vio acercarse a nadie. Volvió a rascarse el brazo izquierdo, justo en la zona donde estaba la vena mil veces perforada por la aguja hipodérmica de su jeringuilla. Una vena apenas perceptible a la vista de no ser por la docena de pinchazos que certificaban que estaba allí.
- Tranquilo viejo, seguro que no tardará en llegar. Siempre lo hace.
Sus palabras le dieron un ápice de esperanza y recobró momentáneamente el control. Era verdad que su camello nunca le había dejado en la estacada. De vez en cuando se retrasaba pero eso era para hacerle perder los nervios y así venderle mercancía de segunda. Todo camello que se preciara sabía que para vender droga muy cortada lo único que tenía que hacer era retrasarse lo justo para que el cliente empezara a sentir el síndrome de abstinencia. Entonces sólo tenía que llamar a la puerta y dicho cliente se sentía tan agradecido porque hubiera acudido que adquiría la droga sin protestar y con el dinero por delante. En esos momentos la calidad de la mercancía era lo de menos, lo importante era inocular cuanto antes la droga dentro del cuerpo. Se acercó a la ventana y miró a través del hueco de la persiana. Vio pasar una furgoneta de reparto, pero ni rastro del camello.
- Tranquilo, ya no puede tardar.
Necesitaba algo que le distrajese, algo con lo que pasar el tiempo sin pensar en la droga. Le llegaron los recuerdos de una felación que le hizo una joven maquilladora durante el descanso del rodaje de una de sus películas. No se acordaba de la película pero alcanzaba a recordar cada detalle de la mamada y de la preciosa joven que la ejecutó. El recuerdo ya no le excitaba. Hacía años que dejó de excitarse sexualmente. Pero recordaba el placer que en su momento obtuvo y con eso le era suficiente. Sí, ese era el camino para olvidarse del presente, sumergirse en el pasado cuando la vida era maravillosa y todo estaba a su favor. Hizo un amago de mirar a través del hueco de la ventana pero se obligó a recordar los buenos momentos que vivió cuando él era una estrella de Hollywood. Abandonó el salón y entró en el dormitorio, abrió el armario y sacó una capa de terciopelo negro con forro de color carmesí. Se la puso por encima y encendió la lámpara para poder verse en el espejo del armario. Le hubiera gustado vestirse con el frac que acompañaba a la capa pero tuvo que venderlo hace tiempo para comprar heroína. Adoptó una postura estudiada y contempló su reflejo en el espejo. Le faltaba algo. ¿Dónde estaba? Buscó por los cajones de la mesilla y de la cómoda. Finalmente lo encontró. Era una dentadura postiza con dos largos colmillos que había utilizado en infinidad de películas. Se la encajó en la boca y volvió a observarse en el espejo. Aún conservaba ese porte de Conde de los Càrpatos que tanta fama le había dado. Apagó la luz y quiso meterse en el ataúd pero le fallaron las fuerzas y tuvo que regresar al salón para sentarse en una silla. Se sintió débil, demasiado débil. Hizo un último esfuerzo por reponerse. Ante todo él era Bela Lugosi. El Conde Drácula, ni más ni menos. Eso nadie se lo podría quitar. Rebuscó entre sus recuerdos tratando de encontrar uno que lo sacase de la angustia que estaba sufriendo. Le fue imposible concentrarse porque todo su cuerpo empezó a temblar de manera incontrolada. Notó un fuerte dolor en el pecho y supo que el corazón se le había roto.
- ¿Dónde estará ése cabrón? – murmuró en rumano antes de espirar su último aliento.
® pepe pereza
Publicado en Vinalia Trippers nº 9
http://vinaliaplan9espacio.blogspot.com/
PUNTOS DE VENTA DE LA REVISTA
MADRID
-Entrelíneas, librebar.
c/Gonzálo de Córdoba 3
metro:Bilbao/Quevedo
-Arrebato Libros
c/La Palma 21
metro:Tribunales.
LEÓN
-Elektra cómics
c/Comandante Zorita 4
-Librería Artemis
c/Villa Benavente 17
Y si no eres de MADRID ni de LEÓN puedes pedirlo en esta dirección:
hvaldez38@hotmail.com
- ¿Dónde estará ése cabrón?
Se acercó a una de las ventanas y por el hueco dejado por la persiana miró al exterior. Nada, ni rastro de él. Sabía que iba a perder los nervios, lo sabía. No era la primera vez que pasaba por eso. Necesitaba relajarse así que se metió en el ataúd que tenía en el dormitorio y se quedó allí tumbado. Dentro del ataúd siempre lograba amansar sus ansias. Intentó controlar su respiración para calmar el flujo sanguíneo y de paso su corazón. El interior de la vivienda estaba en penumbra dado que todas las persianas estaban bajadas impidiendo que entrase la luz del día. Él se consideraba un ave nocturna y siempre que le era posible evitaba todo lo que tuviera que ver con lo diurno.
No paraba de rascarse el antebrazo izquierdo. El picor y la maldita espera eran como grandes y pesadas losas que le aplastaban el pecho impidiéndole respirar. Si respiraba con dificultad le era imposible controlar sus nervios. Así que intentó apartar de su mente todas esas cuestiones que le alteraban. El ataúd, a pesar de estar gastado por el uso, conservaba la comodidad de antaño, cuando aún era nuevo.
- Recuerda cuando eras joven y gozabas de prestigio. Piensa en los buenos tiempos, en las bellas mujeres que pasaron por tu vida. Regodéate con el pasado y obvia el presente – se dijo a si mismo en rumano.
Por unos momentos se sintió libre de presiones y angustias. Revivió aquellos lejanos días de éxito, fama y fortuna.
- ¡Oh, sí! Los restaurantes más prestigiosos, las lujosas suites, las más bellas mujeres… Las mejores drogas…
Se dio cuenta de que otra vez se estaba rascando el antebrazo izquierdo.
- ¿Cuándo va a llegar ese cabrón de mierda?
Debido a la insistencia de sus uñas sangró levemente. Se llevó la zona afectada hasta la boca y chupó la sangre. El sabor de la sangre le hizo volver a sus recuerdos de ataño.
- ¡Qué tiempos aquellos! Ojalá pudieran volver – susurró en rumano.
Pero eso era imposible y él lo sabía. Salió del ataúd y fue hasta la ventana del salón para mirar por el hueco dejado por la persiana. Nada, ni rastro de su camello. O se metía un chute inmediatamente o perdería el control de si mismo. Notaba el síndrome de abstinencia en cada poro de su piel y a medida que el tiempo pasaba la angustia y el dolor se intensificaban. Su anciano cuerpo ya no estaba para ese tipo de acometidas y sintió miedo. Un sudor frío le bajó por la espalda haciéndole estremecer. ¿Y si su camello no aparecía? ¿Qué haría entonces? No sabía de nadie más que le pudiese proporcionar una dosis. Presa del pánico recorrió la habitación. Se sintió como un gato enjaulado. Acudió al cuarto de baño, abrió el grifo y se lavó la cara en un vano intento por tranquilizarse. Se secó y regresó al salón para echar un vistazo por el hueco de la ventana. No vio acercarse a nadie. Volvió a rascarse el brazo izquierdo, justo en la zona donde estaba la vena mil veces perforada por la aguja hipodérmica de su jeringuilla. Una vena apenas perceptible a la vista de no ser por la docena de pinchazos que certificaban que estaba allí.
- Tranquilo viejo, seguro que no tardará en llegar. Siempre lo hace.
Sus palabras le dieron un ápice de esperanza y recobró momentáneamente el control. Era verdad que su camello nunca le había dejado en la estacada. De vez en cuando se retrasaba pero eso era para hacerle perder los nervios y así venderle mercancía de segunda. Todo camello que se preciara sabía que para vender droga muy cortada lo único que tenía que hacer era retrasarse lo justo para que el cliente empezara a sentir el síndrome de abstinencia. Entonces sólo tenía que llamar a la puerta y dicho cliente se sentía tan agradecido porque hubiera acudido que adquiría la droga sin protestar y con el dinero por delante. En esos momentos la calidad de la mercancía era lo de menos, lo importante era inocular cuanto antes la droga dentro del cuerpo. Se acercó a la ventana y miró a través del hueco de la persiana. Vio pasar una furgoneta de reparto, pero ni rastro del camello.
- Tranquilo, ya no puede tardar.
Necesitaba algo que le distrajese, algo con lo que pasar el tiempo sin pensar en la droga. Le llegaron los recuerdos de una felación que le hizo una joven maquilladora durante el descanso del rodaje de una de sus películas. No se acordaba de la película pero alcanzaba a recordar cada detalle de la mamada y de la preciosa joven que la ejecutó. El recuerdo ya no le excitaba. Hacía años que dejó de excitarse sexualmente. Pero recordaba el placer que en su momento obtuvo y con eso le era suficiente. Sí, ese era el camino para olvidarse del presente, sumergirse en el pasado cuando la vida era maravillosa y todo estaba a su favor. Hizo un amago de mirar a través del hueco de la ventana pero se obligó a recordar los buenos momentos que vivió cuando él era una estrella de Hollywood. Abandonó el salón y entró en el dormitorio, abrió el armario y sacó una capa de terciopelo negro con forro de color carmesí. Se la puso por encima y encendió la lámpara para poder verse en el espejo del armario. Le hubiera gustado vestirse con el frac que acompañaba a la capa pero tuvo que venderlo hace tiempo para comprar heroína. Adoptó una postura estudiada y contempló su reflejo en el espejo. Le faltaba algo. ¿Dónde estaba? Buscó por los cajones de la mesilla y de la cómoda. Finalmente lo encontró. Era una dentadura postiza con dos largos colmillos que había utilizado en infinidad de películas. Se la encajó en la boca y volvió a observarse en el espejo. Aún conservaba ese porte de Conde de los Càrpatos que tanta fama le había dado. Apagó la luz y quiso meterse en el ataúd pero le fallaron las fuerzas y tuvo que regresar al salón para sentarse en una silla. Se sintió débil, demasiado débil. Hizo un último esfuerzo por reponerse. Ante todo él era Bela Lugosi. El Conde Drácula, ni más ni menos. Eso nadie se lo podría quitar. Rebuscó entre sus recuerdos tratando de encontrar uno que lo sacase de la angustia que estaba sufriendo. Le fue imposible concentrarse porque todo su cuerpo empezó a temblar de manera incontrolada. Notó un fuerte dolor en el pecho y supo que el corazón se le había roto.
- ¿Dónde estará ése cabrón? – murmuró en rumano antes de espirar su último aliento.
® pepe pereza
Publicado en Vinalia Trippers nº 9
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1 comentario:
vaya.. sorprendido me hallo, volveré con más tiempo.
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