Hoy, ningún niño puede imaginarse un verano sin piscinas. Por aquel entonces, en Guijuelo no había piscinas y el río Tormes estaba a más de cinco kilómetros. Si querías refrescarte el mejor sitio, sin duda, era el pilar. El pilar era un abrevadero circular, de unos quince metros de diámetro. Parecido a un cenicero gigante hecho de hormigón. Incluso disponía de varios canalillos parecidos a los huecos dejados para apoyar los cigarros, solo que en ese caso servían para que el agua corriera y se fuera renovando. El agua del pilar no estaba estancada sin más, todo lo contrario, fluía sin cesar estando siempre limpia y fresca. Allí los mulos y las vacas hacían una parada para beber cuando volvían del campo de camino a los corrales. No estaba lejos del barrio así que era uno de esos lugares que nos gustaba visitar, sobre todo en verano cuando el calor era asfixiante y no había mejor cosa que hacer que refrescarse. No es que fuéramos a bañarnos allí o a nadar, no. Nosotros solo íbamos a echarnos agua con las manos o a coger caracolillos, de esos pequeños que siempre estaban pegados en las paredes interiores del pilar, ocultos entre el musguillo que cubría la totalidad de dichas paredes. Por otro lado, ninguno de nosotros sabía nadar ¿dónde íbamos a hacerlo? si las piscinas las conocíamos de haberlas visto en las películas. No, en el pueblo no había piscinas, por no haber no había ni bañeras. La mayoría de los hogares no disponían de ducha, y mucho menos de bañera. Yo al menos no conocía a nadie con bañera en la casa. A mi hermana y a mí nuestra madre nos bañaba una vez a la semana en el fregadero de la cocina. Y cuando llegaba el buen tiempo, en ocasiones muy contadas, se sacaba al jardín un gran barreño, que normalmente servía para hacer la colada de la familia, se llenaba con agua que previamente se había calentado al fuego en pucheros. Mi hermana y yo nos metíamos en el barreño bien apretaditos y pasábamos horas allí. Aquello era lo más parecido a bañarnos en una piscina, y lo disfrutábamos de lo lindo. Cuando, a pesar de nuestras quejas, nuestra madre nos sacaba del barreño teníamos la piel tan arrugada que parecíamos ciruelas secas, o húmedas.
El caso era que nos gustaba pasarnos por el pilar a remojarnos y a coger caracolillos. Recuerdo que corríamos alrededor del pilar echándonos agua con las manos. Persiguiéndonos en círculos mientras tratábamos de no pisar las cagadas que habían dejado las vacas en el suelo. Cuando nuestras ropas estaban totalmente caladas y estábamos cansados de tanto correr echábamos competiciones a ver quien cogía más caracolillos. Los íbamos acumulando en pequeños montones y al final el montón más grande era el que ganaba. Para cogerlos metíamos las manos en el agua y acariciábamos la superficie de las paredes por encima del musguillo hasta que tocábamos la concha del caracol. Entonces lo despegábamos y lo poníamos en el montón. Después de comparar los montones y proclamar al campeón del día devolvíamos los caracolillos al agua o simplemente los pisoteábamos, dejando unas cuantas manchas húmedas y gelatinosas en el suelo.
El caso era que nos gustaba pasarnos por el pilar a remojarnos y a coger caracolillos. Recuerdo que corríamos alrededor del pilar echándonos agua con las manos. Persiguiéndonos en círculos mientras tratábamos de no pisar las cagadas que habían dejado las vacas en el suelo. Cuando nuestras ropas estaban totalmente caladas y estábamos cansados de tanto correr echábamos competiciones a ver quien cogía más caracolillos. Los íbamos acumulando en pequeños montones y al final el montón más grande era el que ganaba. Para cogerlos metíamos las manos en el agua y acariciábamos la superficie de las paredes por encima del musguillo hasta que tocábamos la concha del caracol. Entonces lo despegábamos y lo poníamos en el montón. Después de comparar los montones y proclamar al campeón del día devolvíamos los caracolillos al agua o simplemente los pisoteábamos, dejando unas cuantas manchas húmedas y gelatinosas en el suelo.
10 comentarios:
Que bella historia , Pepe, muy parecidas a las mías, nosotros teníamos los llamados tanques australianos, tan refrescante como el Pilar.
abrazos Pepe
Abuela, me alegra que te guste y te recuerde tiempos felices.
Besazo
Esta historia llama a la puerta de los recuerdos y nos invita a quedarnos. ¡Lo que hubiese dado yo por poder coger caracolillos! Los únicos que pude ver de pequeña estaban metidos en una malla en la pescadería, o de aperitivo en el Curro. Aunque si hago memoria (mucha), recuerdo alguno que otro pegado a las oquedades de unas piedras en los jardincillos de detrás de mi edificio. ¿Ves?, has conseguido que se me desperecen las neuronas. Eso sí, en San Blas sí había piscinas municipales (lo que no había era dinero para pagar la entrada).
Un beso, Pepe.
Las cosas que recordamos toda la vida, a menudo, tienen que ver con las situaciones más cotidianas y sencillas. No nos hablas de playas exóticas, ni de la inmensa piscina de tu chalé, ni falta que hace; nos hablas de momentos felices, que viviste con alegría, y así los recuerdas. Muy bonitos tus recuerdos.
Un abrazo.
Siempre hay un pilón o un estanque en la historia de la infancia... Pero qué bonito lo cuentas.
Un beso.
Sara, que bonito poema. No había estado nunca en tu blog pero de ahora en adelante eso va a cambiar.
Besazo
Sara me refería al poema que has colgado en tu blog.
Mercedes, que más quisiera yo que tener piscina y chalet. Aun así me conformo con lo mío, que es poco pero muy valorado (por mí). Gracias por tus palabras.
Besazo
Luisa, muy bueno eso de que en tu pueblo había piscinas pero faltaba el dinero para entrar. A mí me hubiera pasado lo mismo en el caso de que las hubiera habido en mi pueblo. Muchas gracias por la visita.
Besazo
pepe tío, que cierto es lo que cuentas, y lo de los caracoles, no los he probado hasta bien entrado en la treintena, los veía en los mismos sitios que luisa, pero como en todo lo que cuentas, las pelas eran importantes.
Gracias por tu visita, Pepe. Yo sí suelo pasarme por aquí, aunq pocas veces comente. Será un placer q frecuentes mi casa.
Un besico.
Ángel, amigo, la verdad es que esos caracolillos no creo que fueran comestibles eran demasiado pequeños. Yo también descubrí tarde el placer culinario de los caracoles, hoy en día es de mis platos favoritos, con su salsa de tomate picante, sus chorizito y demás... Me está entrando hambre.
Un abrazo.
Sara, no dudes que la visitaré.
Besazo
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